La urgente –e interminable– batalla por la libertad de las personas en el Perú y el empeño por conseguir ante la ley no debe restarle valor a lo que el Mes del Orgullo busca celebrar: nuestras diferencias.

Aunque lo que nos hace distintos entre individuos muchas veces nos divide, por la extraña (y a la vez común) tendencia humana a rechazar estilos de vida ajenos a los nuestros, lo cierto es que encontrarnos en lo que creemos que nos aleja puede ser muy provechoso. No solo por los beneficios directos a las personas no heterosexuales, sino por su impacto en la economía y el bienestar en general.

Un estudio del Foro Económico Mundial, por ejemplo, ha demostrado que las ciudades más inclusivas son más resilientes ante las crisis económicas (como la que trajo el COVID-19). Y, aunque algunos se apurarán en rechazar esto como una correlación espuria, la lógica es sencilla: la apertura atrae talento, mientras que la intolerancia lo repele. El estudio es claro al señalar que las ciudades más diversas concentran mejores ecosistemas de innovación y que las sociedades más encorsetadas por sus escrúpulos (que suelen ser, también, más autoritarias) espantan la creatividad y a los más jóvenes.

Y lo que aplica a las ciudades, aplica a las empresas: las compañías en el cuartil superior en cuanto a diversidad en sus directorios tienen un 27% más de probabilidades de tener un rendimiento financiero superior en comparación con aquellas en el cuartil inferior, según un estudio de McKinsey que evaluó a 1.265 empresas en 23 países. La lógica, de nuevo, es sencilla: la discriminación y los prejuicios son un ‘handicap’ para el que los mantiene, y le impide tener acceso pleno a toda la oferta de talento que tiene el mercado. Al mismo tiempo, tener maneras diferentes de ver la vida en un equipo inevitablemente lleva a mayores ideas sobre productos y soluciones a problemas.

Con todo esto, sin embargo, no quiero negar la importancia de la defensa de los derechos LGTB y de la inclusión por sí mismas, más allá de las evidentes ventajas prácticas que pueden traer. Aunque, como país, por nuestra insistencia con la intolerancia nos perdemos de estas, el valor de aquellas tiene que ver, sobre todo, con la prolongación de la causa de la libertad. La existencia, supervivencia y desarrollo de una persona no deberían estar condicionados por cómo es y por lo que elige hacer con su vida. Y las aprensiones de la mayoría jamás deberían ser impuestas a minorías que en ninguna medida afectan las vidas del resto con sus acciones.

El objetivo ni siquiera tiene que ser la proliferación de la aceptación, sino, más bien, el impulso de la coexistencia en diferencia. En una sociedad libre, el individuo debe mantener soberanía sobre sus planes y sus metas, con derecho a sus opiniones, pero en convivencia respetuosa con el otro. La moral de nadie debería ser forzada a otros; mucho menos cuando esta apunta a depredar lo que hace distintos a los demás.

No somos iguales y eso no debería ser malo.

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