JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
Periodista. Ex director de “El Correo” y “ABC” (España)
Los ecos del debate social y político que se está produciendo en el Perú por la cuota de mercado de periódicos de la que dispone el Grupo El Comercio, a raíz del crecimiento de la compañía tras asociaciones empresariales, plantean un asunto interesante que consiste, básicamente, en la compatibilidad de las libertades constitucionales de expresión y de prensa con la existencia y consolidación de grupos editoriales de grandes dimensiones. Se objeta –en el Perú y en otros países de Latinoamérica y Europa– que la fortaleza cuantitativa y cualitativa de un grupo editorial, especialmente con participaciones accionariales cruzadas en radio o en televisión, provoca inercial o dolosamente prácticas de acaparamiento o monopolísticas. Tal aserto no tiene comprobación empírica.
Las libertades de expresión y de prensa –muy conectadas– no dependen en una sociedad abierta del número de medios de comunicación ni de la concentración de estos en una misma mano accionarial. Esas libertades ciudadanas dependen en su ejercicio efectivo de la actitud ante ellas de los poderes públicos, políticos y económicos, y de las condiciones generales de mercado que han de permitir la emergencia de nuevos medios. Las libertades y derechos constitucionales están blindados frente a los poderes políticos, pero no se limitan mediante las restricciones de competencia.
Muy por el contrario, la libertad de prensa, y por lo tanto, de expresión, padece de manera significativa cuando los medios de comunicación son débiles, frágiles y dependientes del favor de ingresos publicitarios de carácter institucional y público. Solo grandes grupos de comunicación con significativas cuotas de mercado son capaces de garantizar su propia financiación y, por lo tanto, comportarse con independencia frente a las instancias políticas y sociales con capacidad y facultades de prescripción.
Hay más razones: el logro de la libertad de expresión se alcanza con el ejercicio en sinergia de otros muchos derechos de modo tal que cuando todos son efectivos se garantizan entre sí. De ahí que, por un lado, la tendencia del poder estatal sea buscar la dependencia de los medios y que, por el otro, el movimiento de estos últimos, táctico y estratégico, sea el diseño empresarial y editorial que les permita su plena autonomía. Esta es la razón por la que, en general, no existen en los países más desarrollados normas limitativas de la competencia que se refieran a diarios o periódicos –la estrictamente llamada prensa– porque, entre otras razones, ¿de qué modo podría justificarse controlar ex ante el emprendimiento en la creación de diarios, la compra de otros y la extensión de su lectoría mediante mejoras en sus contenidos, distribución y promoción?
Asunto distinto es el que se refiere a soportes que requieren licencia o concesión, o ambas, por el uso de frecuencias que ocupan el espacio radioeléctrico que es un bien público y finito y que requiere, por tanto, de regulación. Pero no estamos lucubrando sobre ese aspecto de la cuestión, sino sobre el soporte de papel, sobre los periódicos, que han de ser libérrimos en las estrategias de crecimiento. Los ataques que insinúan prácticas monopolistas o de acaparamiento han de ser probados y jamás pueden consumarse por el hecho de la dimensión –en número de ejemplares vendidos, en lectoría de los diarios y en su implantación territorial– sino en función de actos culpables que obstaculicen la libertad de otros para competir. Actos culpables que deben ser comprobados como tales por organismos independientes.
Hay que añadir a este elenco de argumentos otro singularmente importante: la tecnología digital que, con una implantación progresiva, permite de forma ya veloz el acceso a la alfabetización informativa a través de Internet. Con escasos esfuerzos y no demasiada financiación, el surgimiento de periódicos digitales está siendo un fenómeno competitivo que se conecta también con las redes sociales de modo tal que la libertad de expresión ha de contemplarse en un escenario muy abierto: radio, televisión, prensa digital, blogs y redes sociales diversas. Una visión que no tenga en cuenta el fenómeno de la tecnología de la información, el subsiguiente periodismo ciudadano, el llamado periodismo colaborativo, vive en el anacronismo absoluto.
La experiencia española podría quizás pautar algunos criterios en el Perú. El derrumbe de los periódicos en España se debe, no solo al desplome del mercado publicitario y a la crisis económica que ha contraído el gasto en la ciudadanía, sino a un terrible minifundismo editorial. En otras palabras: muchos periódicos, demasiado parecidos en sus contenidos y tendencias posicionales, escaso espectro de lectores que se fragmenta y, como consecuencia, debilidad generalizada del sector. Hasta tal punto que la gran reflexión del sector de los medios de comunicación en España consiste en cómo abordar grandes operaciones de concentración que, a través de la correcta dimensión del grupo editor, haga viable los medios en soporte de papel.
Curiosamente cuando hay muchos actores en el escenario y todos hablan a la vez el cruce de mensajes se confunde y el público se aturde. Eso es lo que está ocurriendo en España: hay tantos periódicos, tan pequeños, con tantos problemas de financiación, con tan escasas lectorías, que se ha creado un minifundismo extraordinariamente cómodo para los poderes públicos y de otra naturaleza que los diarios –y otros medios– por razones deontológicas y por su rol social en la democracia deben controlar mediante la información contrastada, primero, y la crítica editorial, después. En España lo que preocupa no es la dimensión de los grupos editoriales, sino su gran número en el mercado en el que los medios se depredan entre sí.
El Perú y otros países latinoamericanos con un fuerte desarrollo económico y social se encuentran en las mejores condiciones sociopolíticas y empresariales para no incurrir en los dos graves errores que ahogan a los grupos mediáticos en España y otras sociedades europeas. De una parte, el minifundismo, la pequeñez; de otra, la incompetencia en el manejo de dos modelos editoriales que son complementarios y que no deben devorarse: el físico (el papel) y el digital (Internet).