El fin de año es tiempo de balances. Revisando este 2019 tan convulsionado e imprevisible, diversos temas concitan mi atención. Los feminicidios, además de las violaciones a mujeres y niñas, cuyos récords vergonzosamente volvimos a romper. Los accidentes automovilísticos, que anualmente se llevan muchas más vidas de compatriotas que las balaceras, robos y asesinatos, pan de cada día de nuestra desguarnecida nación. Otra manera de cerrar el año sería recordándole al gobierno sobre el grave atentado contra el patrimonio histórico y paisajístico del Perú que significará la construcción del aeropuerto de Chinchero, contraviniendo los consejos de los expertos y de los que amamos y respetamos nuestra historia milenaria. Pensar en un proyecto político a largo plazo requiere olvidarse del mundo efímero de las encuestas para transitar hacia un bicentenario que demanda una sensibilidad muy especial respecto a nuestro invalorable legado cultural. No solo para asumirnos como una república en construcción, llena de luces y sombras, sino como un colectivo diverso capaz de definir un norte y un programa de bienestar común que, a estas alturas, el país reclama a gritos.
Hay muchísimo que discutir de acá al 2021 (proclamación de múltiples independencias a lo largo y ancho del Perú), 2022 (instalación del primer Congreso Constituyente) y 2024 (consolidación de la independencia nacional y regional en la batalla de Ayacucho). Por ello, en vísperas del cierre de este año de terremotos políticos –nacionales y mundiales–, preferiría centrarme en un tema del que poco se habla en una sociedad como la nuestra, marcada por la desconfianza, el sálvese quien pueda, el linchamiento público y la delación diaria. Me refiero a la amistad.
“Un amigo es alguien que conoce la canción de tu corazón y puede cantarla cuando a ti ya se te ha olvidado la letra”, es una de las frases de Julio Ramón Ribeyro que emociona por su ternura y profundidad. Para Ribeyro, los amigos son los que desarrollan en nosotros nuestras virtudes potenciales refractando lo que somos desde ángulos distintos. Así, perder a un amigo significa, muchas veces, neutralizar una parte importante de lo que somos. Es por ello, tal vez, que William Shakespeare recomendaba usar “ganchos de acero” para acercar a los amigos fieles al territorio del alma. Y es que la amistad y el valor que ella significa para los seres humanos es uno de los temas de la literatura y de la filosofía universal. En su “Tratado de la amistad”, Cicerón señala que aquella era un sentimiento claro, desinteresado, que no nacía de la búsqueda de lo útil sino de una inclinación natural de los seres humanos a la asociación. Por ser la mayor base de la concordia civil, la amistad –el bien más valioso después de la sabiduría– era una fuerza unificadora proveniente exclusivamente del corazón. Cuando Mateo Ricci, evangelizador jesuita, fue a la China, se encontró con una pregunta fundamental del príncipe de Jian’an: “El gran Occidente es la tierra de la moralidad y la justicia: quisiera escuchar qué piensa de la amistad”. A lo que Ricci respondió, escribiendo un hermoso tratado inspirado en los clásicos de Occidente sin dejar de lado el poder simbólico de los ideogramas chinos: “El amigo no es otra cosa que la mitad de mí mismo, así es otro yo”. Fortaleciendo, mediante el recurso de los ideogramas, la idea de la ayuda recíproca en dos manos de las que era posible agarrarse en momentos de peligro. El concepto del auxilio mutuo como un acto de cariño ha cruzado el tiempo y el espacio, plasmándose en uno de los versos más potentes sobre la amistad: “Lo más cierto en horas inciertas”, que acompañó, con la incomparable voz de Roberto Carlos, a mi generación.
Tengo la suerte de tener un círculo de amigos con los que, a pesar de la distancia, siempre estamos juntos para querernos y apoyarnos. Cada vez que regreso a Lima, mi mayor ilusión es reunirme con ellos para compartir nuestros logros y también nuestras penas. Sin mis “amigos del alma” hubiera sido muy difícil soportar mi estancia en Irlanda y mucho menos remontar la pérdida de mi madre que los quería tanto como yo. “¿De dónde tienes tantos amigos tan simpáticos e inteligentes?”, me preguntaba siempre, al terminar nuestros maratónicos almuerzos domingueros. “Tengo mucha suerte porque todos fueron llegando a mi vida de pura casualidad”, le contestaba. Todavía recuerdo las frases cariñosas y las flores que me llegaron a la casa cuando regresé de enterrarla, y las largas conversaciones que sucedieron a su partida, cuando cada recuerdo dulce de ella era un bálsamo para mi alma. Nada menos que “lo cierto en horas inciertas” que tanto necesitaba. Hace poco, en una de nuestras innumerables conversaciones, uno de mis queridos amigos propuso al grupo vivir por una temporada en La Punta para compartir desayunos y hacer, de esa manera, la realidad política más llevadera. Me emocioné mucho ante la sola idea, porque confirmé que todos los abusos y horrores a los que hemos sido sometidos han podido ser remontados por el afecto que une a cientos de círculos de amigos de verdad. Porque en los momentos difíciles los peruanos siempre recordamos que existe la humanidad y la bondad, y es por esos bienes supremos que seguimos apostando y luchando a pesar de todo.