Repasando los acontecimientos del año que se va podría decirse que buena parte de este lo pasamos tratando de desentrañar la naturaleza del gobierno de Pedro Castillo.
En general, percibimos que, más que una amenaza totalitaria, el problema concreto a enfrentar era la desatención de las obligaciones de gobernar, de tomar e implementar urgentes decisiones de política pública. El defecto terminó convirtiéndose en una opción gubernamental: usar el Estado con fines de construcción de redes de patronazgo y clientelismo que abrieron múltiples flancos para la ineficiencia y la corrupción.
¿Cómo pudo parecer viable este esquema? La explicación está en la relación con el Congreso. Las decisiones de política y la lógica de nombramientos sirvieron también para construir una relación con parlamentarios oportunistas y pragmáticos que permitieron ir disipando las amenazas de la declaratoria de vacancia por parte del Congreso.
Y hablando del Parlamento, a lo largo del año descubrimos también la existencia de un doble clivaje atravesando nuestra conflictividad política: una más evidente, que opone a una derecha extremista y a una izquierda radical, y otra que las une en torno a valores conservadores y tradicionalistas y que las opone en banderas institucionales y progresistas en general. Así, tuvimos la extraña coexistencia entre una lógica de polarización y enfrentamiento entre los sectores más extremos y vociferantes, y un inesperado acuerdo de esos mismos sectores en torno a banderas conservadoras y discursos populistas, junto a cierta discreta estabilidad basada en acuerdos y negociaciones con parlamentarios específicos.
Este precario equilibrio empezó a lo largo del año a aparecer con mayores probabilidades de duración, no tanto por los méritos del Ejecutivo, marcadamente ineficaz, sino por la mala imagen que dejaba el Parlamento. Un Legislativo que se desgastó al proyectar la imagen de buscar vacar al presidente bajo cualquier pretexto (pero sin tener realmente los votos necesarios para ello) que facilitó que Castillo desempeñara el papel de víctima, un recurso creíble para una parte significativa de la ciudadanía, cercana al 25%, especialmente en ámbitos rurales, en el sur y el centro del país.
Con el paso del tiempo, ya en las últimas semanas del año, el intento de golpe de Estado de Castillo, su vacancia y la posterior reacción de protesta en contra de esta nos hacen ver que el riesgo de un camino autoritario en Castillo siempre existió, aunque se mantuvo agazapado, a la espera de momentos más propicios o como una reacción defensiva. También descubrimos la magnitud de la brecha que se fue generando entre los sectores más decididamente opositores a Castillo, en particular en Lima, los sectores socioeconómicos más altos y entre los que se identifican con la derecha, frente a los que se sentían representados por Castillo, los ciudadanos en ámbitos rurales, en el sur y entre aquellos que se identifican con la izquierda. Esa distancia se expresó de manera dramática en las últimas semanas. Una suerte de nueva versión de los “hondos y mortales desencuentros” de los que hablaba Carlos Iván Degregori.
Terminamos el año con un desenlace inesperado, extremadamente difícil y precario, pero que también abre oportunidades. La continuidad de Castillo también resultaba extremadamente frágil. El costo que estábamos pagando como país en términos de desmantelamiento del sector público, extensión de redes de corrupción y creciente polarización era ciertamente muy alto. Su caída no fue resultado de un ‘putsch’ congresal basado en artilugios constitucionales, sino consecuencia de un intento de golpe sin posibilidades de éxito dado su aislamiento en el conjunto institucional y de las instituciones principales de la sociedad civil, que respondieron con tino y firmeza.
El problema central es que esa respuesta institucional que condujo a la vicepresidenta Dina Boluarte al poder está seriamente deslegitimada ante sectores muy importantes de la población que ha reaccionado con demandas de difícil negociación bajo los actuales cauces institucionales. Para el 2023 los peruanos debemos aferrarnos a las pequeñas ventanas de oportunidad que se abren en el próximo año electoral.