Al declarar fundada la excarcelación de Alberto Fujimori, el Tribunal Constitucional nos hizo regresar al origen mismo de la jugarreta de “vacar-disolver” que ha estado caracterizando el quehacer político del país. Y como resultado de esta dinámica, la supervivencia se ha transformado en el principal ‘modus operandi’ en estos tiempos de partidos cascarones, ausencias programáticas, escasas ideologías, pero enormes apetitos personales y grupales.
Como todos recordamos, el 21 de diciembre del 2017, el entonces presidente Pedro Pablo Kuczynski (PPK) se salvó de ser vacado fundamentalmente porque Kenji Fujimori y otros nueve congresistas de Fuerza Popular rechazaron la línea partidaria y se abstuvieron. Tres días después de este desenlace, Alberto Fujimori recibió el indulto presidencial. Aunque PPK adujo justificaciones humanitarias, muchos opinaron que fue netamente una medida para salvar el pescuezo. ¡Y a qué costo para el Ejecutivo! Perdió credibilidad, aliados, renunciaron varios congresistas a la escuálida bancada de gobierno y también dimitieron ministros de su Gabinete.
Y no es que la vacancia fuera un tema nuevo. Desde que recuperamos la democracia en el 2001, se dieron dos tímidos intentos anteriores (contra Alejandro Toledo y Alan García), pero ninguno ni siquiera llegó a ser aprobada como moción. Constituyeron típicas bravatas políticas, ya que ambos gobernantes contaban con representaciones parlamentarias que impedían toda posibilidad de alcanzar las dos terceras partes de los votos (87). En cambio, como se advirtió en su momento, la historia había mostrado en el siglo XX que presidentes sin mayoría congresal (sea propia o en alianza) no habían culminado sus períodos constitucionales (Billinghurst, Bustamante y Rivero, Belaunde, Fujimori).
A diferencia de estos casos del pasado, ahora no se necesita de unas Fuerzas Armadas dispuestas a cambiar al presidente y pisotear la Constitución. Basta con el voto de 87 individuos porque existe la gaseosa causal de “incapacidad moral permanente”, la que sirve como comodín para toda ocasión y que, además, es constitucional. Y ahí, mi querido Hamlet, está el problema. Esta causal en manos de una oposición sólida es una poderosa arma que mantiene en jaque al presidente. Si, en cambio, no existe dicha oposición, la vacancia sirve más bien para promover la repartija; es decir, una negociación individualizada realizada entre los representantes del Ejecutivo y los congresistas.
En un artículo académico del 2014, Enrique Patriau argumentaba que la limitada injerencia del Congreso en un sistema presidencialista se compensa con mecanismos informales de incidencia sobre la administración y la política pública. En sus palabras, existen tres prácticas de este tipo: “las recomendaciones de legisladores a favor de terceros para que ocupen puestos públicos, las reuniones informales de legisladores con personal de la administración y la conformación de redes de contactos” (p. 120).
El poco peso relativo que tiene el Parlamento en legislar, en comparación con el Ejecutivo y su limitada eficacia en el control político, abren el camino e incentivan la deambulación de los padres y madres de la patria por los pasillos de Palacio de Gobierno y las sedes ministeriales. Y eso es lo que estamos observando en la actualidad. Y enfatizo observar porque se realiza de la manera más abierta y sin vergüenza alguna. ¿Qué diferencia tiene con los intentos del equipo de PPK para evitar la segunda moción de vacancia en su contra? ¿El que fuera grabado por el entonces congresista Moisés Mamani?
Vivimos, entonces, atrapados en la informalidad que se distingue por lo claroscuro, por respetar algunas normas por conveniencia y obviar otras (dixit Francisco Durand). Nuestros políticos son expertos en este manejo. Utilizan los mecanismos formales –la amenaza de vacar o disolver– para generar un entorno propicio para la negociación opaca, desligada de lo programático o representativo. Todo vale para sobrevivir: por seguir teniendo esos cinco años con una cuota de poder y privilegio libre de toda rendición de cuentas.
Y lo peor de todo es que ambos –Legislativo y Ejecutivo– tienen la caradura de vender estos arreglos como piezas fundamentales para garantizar la gobernabilidad. Cuando más bien son ataques certeros a la institucionalidad, la transparencia y los esfuerzos por encaminar al país hacia soluciones acordadas de sus principales problemas.
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