“Por favor, manden a la policía”, implora una niña de cuarto de primaria en una llamada hecha al 911 el 24 de mayo del 2022, desde un salón de la Robb Elementary School en Uvalde, Texas. En ese momento, un tirador de 18 años, que terminaría por matar a 21 personas ese día (19 niños y dos docentes), aún merodeaba los pasillos de la escuela. En la línea, la niña susurraba y se describía rodeada de cadáveres. En más de una oportunidad, y en más de una llamada, reclamó la intervención de la policía.
Pero el asesino pasaría casi 80 minutos al interior del colegio, con ráfagas de disparos oyéndose esporádicamente a lo largo de todo ese tiempo. Afuera, los padres pedían acción. Pero las fuerzas del orden esperaron pasivamente a que llegaran agentes especializados desde la frontera con México, siguiendo las órdenes de Pete Arredondo, jefe de la policía del distrito escolar de Uvalde.
El consenso de los expertos y las autoridades estadounidenses es que la policía reaccionó de la peor manera. Usualmente, este tipo de ataques –pan de cada día en EE.UU.– terminan en los cinco minutos siguientes a su inicio: el protocolo señala que se debe hacer todo lo posible, lo más rápido que se pueda, para neutralizar al tirador. Pero eso no ocurrió en Uvalde. Tras la desgracia y la incompetencia policial la pregunta que queda es obvia: ¿Se pudo salvar más vidas?
Casos como este nos recuerdan la escala de la responsabilidad de nuestras autoridades. Ante la crisis, las decisiones que toman las personas legalmente designadas para lidiar con los problemas de una comunidad o un país son la diferencia entre la vida y la muerte. Una autoridad, por ende, está obligada a garantizar que las catástrofes no la pillarán con los pantalones abajo: debe prevenir, estar preparada, rodearse de los mejores y actuar con eficiencia. Lo contrario es traicionar su función y la confianza de la ciudadanía.
Y esto es cierto en todo tipo de crisis. Hoy el mundo, por ejemplo, se prepara para enfrentar la escasez de materias primas para la producción de alimentos, generada por la guerra entre Rusia y Ucrania, y el hambre que esta traerá consigo, sobre todo entre las personas más vulnerables. El Perú ya lo está viviendo: los precios permanecen altos y, como señaló el IPE, la importación de productos como la urea han caído en un 84% en el primer trimestre del año. La situación solo se pondrá peor en las semanas venideras y el Gobierno debe actuar con apremio para salvar la mayor cantidad de vidas...
Pero las autoridades del Ejecutivo no parecen registrar la urgencia ni entender el problema. El presidente habla indolente sobre cómo la hambruna golpeará solo a “los ociosos” y el primer ministro Aníbal Torres sentencia que “el Perú no va a sufrir de eso”. Una combinación letal de desidia y triunfalismo redondeada con el nombramiento como ministro de Desarrollo Agrario de Javier Arce, un individuo con más antecedentes penales que experiencia para el cargo, lo que lo hace un representante coherente de esta administración, pero una pésima noticia para el país.
Así, en lugar de buscar soluciones, el Gobierno está entregado a la mediocridad y a negar la magnitud del problema. Tocaría convocar a expertos del sector público y privado para buscar salidas, tocaría apoyar decididamente a las ollas comunes y dirigir apoyo estatal a quienes (y solo a quienes) lo necesiten. Pero están esperando que la ola nos revuelque.
Los costos de la incompetencia y la inoperancia estatal siempre los asumiremos nosotros y con la crisis alimentaria la tragedia parece cantada ¿Nuestras autoridades enmendarán sorpresivamente el camino o esperarán pasivos a que se acumulen los cuerpos?