Si todos se fueran, lo habrán hecho porque los echaron a todos o porque todos decidieron apartarse. Para lo primero, se necesita una calle activa y combativa, cosa que no existe. Para lo segundo, se requieren actores políticos que se asuman como causantes de la crisis y que, con cierto desprendimiento, puedan hacerse a un costado. Eso sí, se necesitaría de partidos y de políticos capaces de acordar una ruta provisoria, y de alguien capaz de liderar la transición.
El hecho de que se vayan todos también supone asumir que tenemos actores capaces de liderar la transición, cosa que, hasta el momento, no parece haber. En el corto plazo, ‘que se vayan todos’ es una aspiración ciudadana, pero es más un estado de tedio que de indignación. El tedio aburre, pero no subleva.
Si hoy se convocara una movilización es más probable que convergieran tantos intereses tan distintos entre sí que probablemente terminen todos golpeándose entre todos. Es un equilibrio, pero uno muy costoso y firme. Y en medio de ese equilibrio, el presidente Pedro Castillo ha comenzado a antagonizar con un enemigo muy impopular: los medios de comunicación. Si bien el presidente Castillo había desaparecido del ojo público en los últimos meses, en las últimas semanas ha comenzado a multiplicar sus apariciones mediáticas, ha cambiado su estilo y ha decidido llenar el vacío antes que dejar ese carril libre a sus opositores.
Ha comenzado a recorrer el Perú volviendo a pregonar discursos en las plazas, en las mismas zonas en las que su respaldo popular se afianzó. Quizá el presidente se siente más seguro como candidato que como jefe del Estado. En una sociedad política funcional, los partidos políticos canalizarían el descontento, pero como eso no es posible, son los medios y los líderes de opinión los que lo canalizan y hacen de intermediarios políticos. Por lo que, si el presidente Castillo decide polemizar con los medios, puede incluso que hasta sea exitoso en su intento. Está en el manual del populista. En un país como el nuestro, donde los ciudadanos han perdido la confianza en todo, quizá ese sea su último refugio y no le vaya mal.
Sin embargo, hay equilibrios que no terminan asumiendo todos los costos sociales que implican. ¿Cuánto podrá empeorar la gestión del Ministerio de Salud o la del Ministerio de Transportes y Comunicaciones? Uno de los costos que no estamos internalizando en el Gobierno de Castillo es el deterioro de la burocracia estatal en muchos sectores claves. Varias investigaciones periodísticas han descubierto que la velocidad y la cantidad de denuncias y de escándalos que rodean a muchos altos funcionarios del Gobierno actual no tienen parangón cercano. ¿Podemos penalizar a alguien por este costo social? Porque, de lo contrario, será muy caro asumirlo sin que nadie tenga un precio político que pagar.
¿Los costos de posibles gestiones nefastas en esos ministerios son menores a los beneficios de una estabilidad política a mediano plazo? Seguramente siempre se robaron el botín y siempre hubo incompetentes, pero el desmontaje estatal no fue tan vertiginoso. ¿Se puede impedir que muchos sectores sean tomados por funcionarios incompetentes y con un rosario de denuncias? El primer obstáculo es la ley y las normas que disponen el cumplimiento de ciertos perfiles mínimos para algunos cargos. Aquí tienen trabajo la contraloría y el Ministerio Público, que no tienen un papel secundario en esta película.
El Congreso, que debería tener la labor de controlar políticamente al Ejecutivo, parece haber dimitido, en algunos casos, a esa función, porque sus cuentas políticas no le salen. Quizá el coro de la izquierda progresista es el que algunos ahora sostienen: “no es tan malo como parece”, porque ya saben, “la derecha golpista y los vacadores tienen la culpa”. En suma, no tenemos ni políticos que puedan plantear una transición moderada, como en su momento hizo el expresidente Valentín Paniagua, pero tampoco hay una Marcha de los Cuatro Suyos. Por ahora, el mal que gobierna no tiene ni la sofisticación ni la intrepidez para no mostrarse tan decadente como se ha venido mostrando. No hay Paniaguas en esta historia, pero tampoco hay un ‘vladivideo’ ni un ‘vacunagate’. Todo es una degradación decadente de un mal que, hasta en su perpetración, es más mediocre, lo que no significa que no pueda ser peor en el largo plazo.
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