Atrapados, más que varados, en la frontera entre Chile y el Perú, los migrantes van contando a los medios sus historias. Me acongoja oír los horrores que tuvieron que sufrir en sus países de origen, sobre todo en la tiránica Venezuela –comparable con Corea del Norte, me dijo una vez un agente de una firma de inteligencia británica–, pero además los maltratos xenófobos de dos países que, sin ser democracias perfectas, se suponía que debían ser mejores.
Rememoro la historia expuesta en el Museo del Holocausto de Washington D.C.: 900 judíos que fueron impedidos una y otra vez de desembarcar en cuanto puerto –de países democráticos– recalaban. Imagino entonces también a mis mayores, a mis propios ancestros de diversa antigüedad y origen, e intento reconstruir sus pellejerías, sus odiseas; las historias íntimas que los trajeron a estos remotos lares.
Juan Cegarra de las Roelas, sevillano de orígenes vascos y borgoñones, arribó a la sierra sur peruana hace más de 400 años, con nombramiento oficial de corregidor. En cambio, no sabemos quién era realmente Dominic Mulanovich, croata de pasaporte austrohúngaro y partida bautismal en italiano, al que diversas leyendas familiares atribuyen identidades alternativas y siempre aventureras, y cuya llegada al Perú no fue ni prolija ni pacífica, y acaso sí accidental y clandestina. El labrador gallego José Vicente Russo llegó por cierto a hacer la América y la hizo en Lambayeque, donde alcanzó fortuna (rápidamente dilapidada por sus descendientes) tras casarse con Virginia Fry, hija del capitán inglés de Bristol, William Fry, marino plebeyo y cuáquero, para más señas. Alexander Cameron MacLean, del clan MacLean de las tierras altas escocesas, se afincó en Tacna y su hijo –mi tatarabuelo Guillermo– fue alcalde cautivo por el invasor de esa ciudad y héroe de la malhadada Guerra del Pacífico. Se casó con Julia Forero Ara, hija del militar colombiano –bolivariano– Manuel María Forero, y de Manuela Ara, descendiente de los caciques aimaras de la zona. Pienso en los interminables, centenarios traslados de familias como los Lanfranco, que llegaron acá desde Gibraltar, pero provenían antes de Florencia y –la etimología los delata– incluso antes desde Francia. O los Nugent, que arribaron al Callao de Pensilvania, y hasta allá de Irlanda, y antes de Normandía y, por lo tanto, antes de Noruega. Y antes de eso… así, ad infinitum.
Todos ellos, pues, se mezclaron acá con los descendientes de otras migraciones aun muy anteriores, las que cruzaron el congelado estrecho de Bering o acaso emprendieron no menos aventureras travesías náuticas en precarias –primitivas– embarcaciones desde ignotas, inimaginables orillas.
Porque –como se suele repetir en el extenso y extenuante debate gringo sobre políticas migratorias– la historia de la humanidad es la historia de una inmensa, continua, interminable migración; y la historia de países como Estados Unidos o el Perú es la de todas las sangres confluyendo para convivir bajo las reglas y el misterioso sentimiento de una ‘affectio societatis’ o voluntad común de asociarse.
Leí alguna vez en una revista de divulgación científica que los migrantes son neófilos, amantes (y propiciadores) de lo nuevo, y los xenófobos en realidad neófobos. La xenofobia no resiste evidencia empírica: a mediano y largo plazo las migraciones generan bienestar social, porque los humanos, por regla general, generan más riqueza de la que consumen (las migraciones internas del Perú lo prueban). Decía el filósofo Jürgen Habermas que cuando los europeos se echaron a explorar (y conquistar) el mundo amaban el libre flujo de personas, pero dejaron de hacerlo cuando establecieron sus estados benefactores. ¿Cómo propugnar el libre flujo de capitales y mercancías y deplorar el de los individuos?
Gran parte de la migración venezolana que se pretende rechazar tiene alta educación sin que el Perú haya invertido un centavo en ella, por lo que contribuiría –viene ya contribuyendo– a nuestra productividad agregada. Se ha demostrado hasta el cansancio, además, que no hay porcentualmente más delincuentes entre ellos, aunque indicios anecdóticos sugieren que quienes sí lo son podrían ser más avezados que los locales. En cualquier caso, habría que expulsar sin miramientos a los (comprobadamente) delincuentes, y solo a ellos.
El problema, pues, no son los inmigrantes, sino la incapacidad del ‘establishment’ local para lidiar con el crimen, ya sea este originario o migratorio.