No todas las lunas son lunas de miel, por Carlos Meléndez
No todas las lunas son lunas de miel, por Carlos Meléndez
Luis Millones

Cuantas frases, dichas en momentos oportunos, han cambiado la vida de una persona, aliviado el pesar de un pueblo o señalado el rumbo a una nación. Podemos recordar algunas, porque existió el testigo oportuno que recogió las palabras y les dio escritura, pero la oralidad tiene la eficacia y fugacidad de un relámpago y puede deslumbrarnos y perderse de inmediato si no la cuidamos.

Si recorremos los momentos claves de nuestro pasado, no es posible olvidar al cronista Yamqui Salcamay-gua, quien narró la saga de los chancas y el surgimiento del Estado Imperial de los Incas desde su mirada indígena. El inca Yupanqui, el futuro Pachacuti, estaba defendiendo con sus escasas huestes, arrinconado ya contra los muros de los edificios de la capital, cuando un sacerdote del Coricancha decidió fingir tropas que no existían. Arregló, entonces, hileras de piedra en una trinchera mirando al enemigo, a las que puso lanzas y escudos, que vistos desde lejos, daban la impresión de ser guerreros que aguardaban el momento oportuno para socorrer al joven líder. 

Era un recurso desesperado, el inca Yupanqui había sido golpeado en la cabeza y, apenas recobrándose, volteó hacia atrás para ver si podía continuar resistiendo. Su nublada vista tropezó con las piedras alineadas y –dice el cronista– les increpó: “¡Qué hacen, hermanos! ¡Cómo es posible que en esta ocasión estén tan sentaditos!¡Levántense!”.

El milagro anunciado por los dioses se produjo y las piedras se convirtieron en soldados y derrotaron a los chancas. Ahí nació entonces el Estado Incaico. La historia compuesta por la nobleza incaica para los conquistadores narra estos hechos pero sus versiones, presentes en casi todos los cronistas, carecen del sabor de la palabra recogida o inventada por el cronista indígena.

Una nación que tuvo muchos idiomas (que los incas trataron de reducir al quechua, luego la Colonia al español y muy pronto la República lo transformará al ‘spanglish’), tiene la obligación de hacer el esfuerzo para conservar, al menos, la oralidad presente. Existe además el problema visible en las escuelas y universidades, cuyos estudiantes y docentes son casi ágrafos. La cantidad de universitarios que acaba sus cursos de pre y posgrado y no escriben sus informes o tesis es más que alarmante. Esto hace de la capacidad de recoger el testimonio oral una tarea muy complicada.

Lo paradójico es que vivimos en un país en el que hasta las piedras hablan. Tenemos no pocos relatos sobre “la piedra cansada”. Ya establecido el Tahuantinsuyo, los gobernantes hicieron del Cusco la ciudad santuario (que hoy va desapareciendo bajo el flujo sin control de turistas). En la construcción de sus monumentos utilizaron bloques de piedra que, por su tamaño, forma o interés político, reflejaran la magnitud de sus monumentos. 

Como ejemplo de ello se narra que, conquistado el reino de Quito, se decidió traer rocas de talla monumental como símbolo de poder. La más grande, camino a Sacsayhuamán, arrastrada por una multitud de cargadores, decidió que era un viaje extenuante, aun para ella. Entonces, nos dice el cronista Murúa, llorando sangre, la roca gritó: “Me cansé”. Y todavía, siglos más tarde, viajeros europeos vieron, en las cercanías del monumento, una gran piedra, que daba fe de lo ocurrido.

Pero olvidemos por un momento a los incas. Estudiosos contemporáneos como León Barandiarán han compilado relatos sobre la orilla del mar que competirían con éxito con los de la sierra si tuvieran seguidores que diesen continuidad a su empeño. El mar es el infinito vientre que alimentó y sigue alimentando a los pobladores de la costa, pese a la desigualdad con que trabajan los pescadores artesanales y las bolicheras (en técnicas y controles de extracción). 

Los relatos sobre el Pacífico de los que habitan sus orillas son una tarea pendiente para nosotros. Es por ello que se ha difundido muy poco el relato mítico sobre una de las humanidades que nos precedió, adoradores del róbalo, que recibieron con desprecio la orden del sol, que llegó a ellos en forma de ballena y exigió que le rindiesen adoración por todo lo que les ofrecía. Enojado el dios, los convirtió en los peces que ahora nos alimentan.

Otra tradición oral nos hace hijos del algarrobo y centro de una disputa entre el bien y el mal que acaba con unos versos desafiantes:

El algarrobo es Dios, él jamás llora;
El algarrobo es Diablo; nunca reza;
No necesita nada en su grandeza;
Nada pide jamás, nada le importa. 

Estos pocos ejemplos son un reflejo apenas visible de la riqueza de la oralidad peruana, que no se conoce ni estudia de manera apropiada. En muchos otros países existen museos de la palabra, donde se almacena, fomenta y premia a quienes se esfuerzan por mantener viva esta riqueza que se esfuma casi al momento de ser pronunciada. El 23 de noviembre es el Día Internacional de la Palabra y debiera ser una fecha importante para una sociedad en la que los idiomas amazónicos van desapareciendo, la oficialidad del quechua es una declaración retórica y en donde las lenguas de la costa son apenas un recuerdo.

No se trata de almacenar recuerdos para olvidarlos, ya se hace eso con los restos materiales. Hay en la gente joven la capacidad de crear con el idioma la belleza de sus pensamientos. Cuando era profesor en la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga, mi colega Oswaldo Reynoso, quien solía almorzar conmigo, se me acercó una mañana preocupado por la clase del día siguiente: tenía que explicar qué era el mar a los alumnos del primer año. Naturalmente, en 1964, era seguro que ninguno de ellos lo hubiese visto. Lo conversamos largamente y se le ocurrió preguntárselo, en lugar de decírselo. Así lo hizo y regresó más tarde radiante de alegría: “Mira lo que ha escrito uno de ellos”, me dijo. El texto, con mala letra pero de manera comprensible decía: “Las olas deben ser como cuando mi mamá cuelga las sábanas y las agita el viento”.

¿No vale la pena guardar ese tesoro?