El reciente exabrupto del presidente Ollanta Humala sobre el fujimorismo (al que llamó cloaca) y el gratuito ataque del ministro Daniel Urresti a El Comercio, por un informe irrebatible, revelan una de las más terribles debilidades del poder político democrático: la intolerancia.
Por suerte, el grado de intolerancia subyacente en el mandatario y su gobierno no se ha traducido hasta hoy, como pudo temerse en algún momento, en acciones o medidas que pudieran afectar el ejercicio de la democracia y las libertades.
¿Deberíamos sentirnos agradecidos y confiados por ello? De ninguna manera, porque la democracia y las libertades son derechos fundamentales que el poder no tiene que concedernos, aunque sí respetarlos y garantizarlos. Y lo que es igualmente importante: evitar restringirlos o violentarlos.
Lo cierto es que la intolerancia presidencial y gubernamental está ahí, sutilmente arremolinada en su propio silencio o en las expresiones descalificadoras dirigidas a los adversarios políticos y a la prensa.
No coincidir con el presidente y con el gobierno, no ser complaciente con uno y otro, convierte a sus críticos en una segunda clase de ciudadanos, supuestamente entregados a conspirar contra los logros del régimen.
El mayor error de Humala, después que suscribiera la hoja de ruta, que hiciera expedito su camino a la presidencia, fue precisamente no haber sabido desembarazarse a tiempo de la intolerancia que traía de campañas electorales.
No puede negarse que el presidente se ha esforzado por contener sus fermentos de intolerancia y por mantener cortas las riendas de freno. Pero eso no pone remedio al latente peligro de que pueda desbordarse con efectos inimaginables, en perjuicio de todo lo que hemos ganado en democracia y libertades.
Claro que sería injusto situar la intolerancia solo en el terreno presidencial. Esta se contonea también en los liderazgos de muchos partidos y, yendo más allá, no deja de formar una costra extensa a lo largo y ancho de lo que reconocemos como nuestra estructura democrática.
No obstante la intolerancia en el máximo mando del país, la intolerancia en las cabezas más visibles del Congreso y la intolerancia en declaraciones y actitudes de ministros de Estado, adquiere otra dimensión, al estar ligada, profundamente, al uso coercitivo del poder político.
Este es, pues, el temor alarmante de que la intolerancia no curada a tiempo o mal curada en el tiempo vaya degenerando en la aparición de esporádicos bandazos autoritarios para luego volverse sistemáticos. Y más temprano que tarde podrá sobrevenir lo peor: el secuestro del voto democrático por una autocracia disfrazada de institucionalidad o por una nueva forma de dictadura, según los casos.
La intolerancia es la madre de pecho de las autocracias y las dictaduras. Es casi siempre el comienzo del fin de las buenas democracias. Su instalación en el poder político termina por debilitar y subordinar todos los balances y contrapesos posibles, como lo ha logrado el régimen de Rafael Correa en Ecuador y el de Maduro en Venezuela.