"Por mucho que se insista en contraponerlas efectistamente, al final del día economía y salud son dos caras de una misma moneda, particularmente, para quienes menos tienen".  (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Por mucho que se insista en contraponerlas efectistamente, al final del día economía y salud son dos caras de una misma moneda, particularmente, para quienes menos tienen". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Fernando Berckemeyer

No dejan de ser, a su manera, remarcables las opiniones que celebran la forma cómo el Gobierno está reaccionando frente a la crisis, señalando a la vez que esta debe servirnos para dejar, por fin, el famoso “”.

Al menos hasta donde puedo ver, la reacción del Gobierno (junto, por cierto, con la de nuestro muy esencial BCR) ha tenido dos elementos. Primero, un despliegue de buen liderazgo, que incluye prontas y buenas decisiones. Segundo –e igual de clave–, un enorme despliegue de recursos.

El despliegue de recursos, es cierto, no ha podido verse tanto por el lado de la reacción del sector Salud, en tanto que ha sido justamente la más bien pobre infraestructura de nuestra salud pública la que determinó que el Gobierno –con buen tino– escogiese las opciones más drásticas bastante al comienzo (comparativamente) del problema. Con solo 276 ventiladores para todo el país, por ejemplo, simplemente no teníamos chance alguno de afrontar un virus como este sin colapsar nuestros hospitales en tiempo récord.

En el campo económico, sin embargo, sí se han visto medidas impactantes: el paquete más grande de la región, en términos relativos.

Y pues bien, sucede que si se han podido anunciar, de forma creíble, esos S/90.000 millones en medidas, es porque la economía peruana tiene de dónde sacarlos. En otras palabras: es gracias a su incesante crecimiento de las últimas décadas, junto con el buen manejo de sus cuentas, que el ha podido, por un lado, ahorrar y, por el otro, generar suficiente capacidad de crédito, como para poder dar hoy un paquete así (para no hablar de cómo si el nos caía antes de las reformas que semiliberalizaron nuestra economía, nos habría encontrado con el 60% –y no el 20%– de la población en la pobreza).

El Perú tiene hoy reservas internacionales por casi US$70.000 millones (30 puntos de su PBI) y un endeudamiento que es el más bajo de los países de la Alianza del Pacífico, además de un de US$5.600 millones. Nuestro endeudamiento actual, de hecho, está tres puntos del PBI por debajo de lo que permite nuestra regla, y podemos aumentarlo sin cambiar demasiado la forma cómo nos ven nuestros potenciales acreedores (el famoso grado de inversión).

Esto es importante porque, a diferencia de lo que muchos parecen creer, no es el caso que el Estado, por ser el Estado, puede inventar recursos. Es cierto que puede imprimir billetes con frenesí, pero nunca demora mucho que el mercado –el conjunto de personas que usan la moneda en cuestión– note el truco y asigne poco valor a los papelitos así impresos (la inflación).

Fuera de esto, los únicos recursos que el Estado tiene son solo de tres tipos posibles: los que generan los contribuyentes, lo que haya podido ahorrar de los que generan los contribuyentes, y lo que se pueda prestar contra lo que generan los contribuyentes. Lo demás es prestidigitación y acaba teniendo el valor que la mayoría de adultos asigna a la magia cuando toca resolver problemas reales.

Es difícil subestimar la diferencia que el poder haber recurrido a un paquete de medidas así va a hacer en la vida de los peruanos. Para la mayoría significará la única razón para poder mirar el fin de la cuarentena con esperanza realista de mantener sus medios de vida (empleos y negocios). Y para muchos otros –para ese 20% aún en la pobreza– significará la diferencia entre tener con qué seguir viviendo o no. Después de todo, por mucho que se insista en contraponerlas efectistamente, al final del día economía y salud son dos caras de una misma moneda, particularmente, para quienes menos tienen. Si fuese verdad que solo tuviéramos que preocuparnos gravemente por lo que clasifica como “salud” de forma directa, pues tendríamos que seguir en cuarentena hasta que esté disponible la vacuna o mute el virus.

Entonces, quienes celebran las medidas que está tomando el Gobierno tendrían que celebrar también al que lo ha puesto en situación de poderlas tomar. Eso sería lo coherente y lo útil. Eso, y preguntarse más bien por qué, pese a que el presupuesto del Estado se ha multiplicado por cinco en las últimas dos décadas –mientras la población solo ha crecido aproximadamente 20%–, la calidad de nuestro servicios públicos, incluyendo los de salud, sigue siendo la que es. O por qué el Estado toma decisiones como la que supuso gastar más que otro fondo de estabilización fiscal entero en una refinería que, en cuánto a la riqueza que generará para nuestra economía, se parece mucho a lo que hubiera supuesto cavar un gran hueco en el desierto de Talara.

Las crisis son también pruebas ácidas y tienen que servir para ver lo que está fuerte y lo que no, a fin de mantener lo primero y cambiar lo segundo (¿cómo se hace para que el Estado no vuelva a hacer algo como Talara? ¿Y cómo se hace para que sea más eficiente a la hora de prestar los servicios que sí le corresponden?). No al revés.

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