"Su asesinato, junto a los miles de peruanos muertos en esa “guerra maldita" configura un patrón destructivo del cual no logramos todavía escapar".
"Su asesinato, junto a los miles de peruanos muertos en esa “guerra maldita" configura un patrón destructivo del cual no logramos todavía escapar".
Carmen McEvoy

vivió dos grandes penas antes de morir acribillado por la espalda a los 44 años. La primera fue la muerte prematura de su hijo Manuelito, como consecuencia de la peste de fiebre amarilla que azotó Lima en 1867. La segunda, el ser testigo de la lenta agonía de su padre, Felipe, quien fue atacado por una enfermedad degenerativa que capturó todas las regiones de su cuerpo, exceptuando el cerebro, que resistió hasta el final. Al igual que muchos de nosotros, el talentoso discípulo del economista Michel Chevalier padeció, en carne propia, los embates de una contingencia implacable y cruel. Con la finalidad de superarla, trabajó muy duro, imaginando un mundo mental y material diferente al de la era del pestífero guano.

Nacido en 1834, el mismo año que abre el ciclo de enfrentamientos armados que sumió a la república en el desgobierno, el autor de “Estudios sobre la provincia de Jauja” abordó una contradicción que 140 años después de su asesinato aún nos define. Dotado de una geografía imponente y de una riqueza extraordinaria, el Perú padece de una gran carencia. En efecto, cada generación sufre por el accionar de camarillas políticas cuyo único objetivo es –con honrosas excepciones– capturar el poder para servirse de él. Cuando el ex secretario de Hacienda y ex alcalde de Lima encontró una fórmula política para confrontar medio siglo de militarismo, debió tener muy presente “la guerra de los diez años” que marcó toda su infancia pero, también, el rostro del hijo que le fue arrancado por una enfermedad que bien pudo prevenirse y no se hizo porque el gobierno andaba ocupado en sus luchas políticas. Por otro lado, la ironía de Felipe Pardo y Aliaga, quien describió con su prodigiosa imaginación la tragicomedia nacional, fue, sin lugar a dudas, de gran utilidad para que su hijo transitara por los sinuosos y peligrosos caminos del poder.

A veces pienso en la ruta a la muerte por la que Pardo transitó esa tarde primaveral del 16 de noviembre de 1878. Más aún, me trato de poner en el lugar de doña Petita, su madre, cuando recibió la noticia de que su hijo adorado agonizaba a escasas cuadras de su casa, en medio de un charco de sangre. Porque bueno es recordar, en estos tiempos de asesinatos virtuales, que cinco meses antes de la declaratoria de la Guerra del Pacífico Lima se vio conmocionada por un magnicidio en la puerta del Senado. Ni más ni menos que el lugar considerado por los ilustrados el templo del diálogo y la razón.

Del fundador del civilismo, cuya riquísima correspondencia encontré hace más de 30 años en el Archivo General de la Nación, admiro su tenacidad, su claridad de mente, su valentía y su amor por el Perú. Además de su capacidad de entender con meridiana claridad que el ciclo militar se cerraba y el tiempo de la política, con ideas y proyectos, asomaba su rostro de esperanza. Es por lo anterior que la campaña electoral de 1871-72 –donde el candidato Pardo y sus huestes derrotaron a los militares y llegaron triunfantes a Palacio de Gobierno– es señera en nuestra historia republicana. No solo porque la Sociedad Independencia Electoral, con apoyo liberal, se enfrentó a una maquinaria política oxidada –aunque apuntalada con recursos estatales–, sino porque en el fragor de la contienda por el poder resurgió el vocabulario que marcó el rumbo del Primer Congreso de Constituyente de 1822 y de la Convención Liberal de 1855. Palabras como trabajo, mérito, justicia, honestidad o igualdad buscaron crear una identidad política que más tarde derivó en la fundación del Partido Civil.

El 11 de noviembre, día del armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial, tuve el privilegio de llevar, en nombre del Perú, un adorno floral a los caídos en combate. Caminando por las sendas sembradas de cipreses del hermoso cementerio de Glasnevin en Dublin, pensé en José García Calderón y en los millones de jóvenes que, como él, murieron a lo largo y ancho de los campos europeos. Me acordé, asimismo, de Manuel Pardo, cuya inteligencia y capacidad política lo colocan a la vanguardia del tormentoso siglo XIX. Porque su asesinato, junto a los miles de peruanos muertos en esa “guerra maldita”, como la denominó Domingo Nieto, configura un patrón destructivo del cual no logramos todavía escapar.

Nadie en su sano juicio puede dudar de que todos los que robaron nuestros recursos y esperanzas deben pagar por sus crímenes. Pero, mientras ello ocurre, es necesario, también, mirar hacia adelante y definir el proyecto de país que queremos para las generaciones futuras. En medio de la ordalía política que Pardo y sus seguidores vivieron, ellos lograron comprender una idea fundamental: el poder se construye desde la ciudadanía y ella requiere, hoy como ayer, de ideas para cumplir sus sueños de bienestar. Pienso que el mejor tributo a su muerte y a la de todos los caídos por la maldad y la ignorancia humana debe ser la celebración al milagro de una vida productiva en medio de la adversidad. Porque, de acuerdo a las palabras del fundador del civilismo, se podía matar al hombre pero nunca a sus ideales. Empecemos una discusión constructiva sobre el Perú para, de esa manera, dejar atrás un pasado de crimen y vergüenza pero, por sobre todo, de ausencia de humanidad.