"La inclinación presidencialista es hasta cierto punto comprensible". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"La inclinación presidencialista es hasta cierto punto comprensible". (Ilustración: Giovanni Tazza)

Lo sucedido en nuestra historia con los gobiernos de Guillermo Billinghurst en 1914, José Luis Bustamante en 1948, Fernando Belaunde en 1968 y Alberto Fujimori en 1992 fueron cuatro episodios, que cuentan como cuatro lecciones, de que la cultura política en estas tierras no parece hecha para hacer llevadero un gobierno sin mayoría congresal.

En todas esas ocasiones, dichos presidentes, que habían sido elegidos por el voto popular de nuestra balbuceante democracia, carecieron de mayoría en el Poder Legislativo, o, habiéndola tenido inicialmente, la perdieron en los vericuetos de los pactos y alianzas de intereses. La crisis política asomó, entonces, como una ola que día a día aumentaba, amenazando con sumir al país en la anarquía y la violencia. El gobierno de Billinghurst aguantó apenas un año; el de Bustamante, tres, y el de Belaunde parecía que iba a lograr la hazaña de terminar su mandato con un Congreso dominado por la oposición, cuando a poco de realizarse las nuevas elecciones fue derrocado por el general Velasco. Fujimori atajó la crisis, disolviendo él mismo al Congreso, antes de que las fuerzas armadas lo disolvieran a él, como había ocurrido con Bustamante y Belaunde.

La única vez que en esas pugnas entre poderes ganó el Congreso fue en 1914, cuando las fuerzas políticas que lo dominaban pactaron con el ejército el derrocamiento de Billinghurst. Este tenía un perfil parecido al del presidente Martín Vizcarra, en el sentido de haber llegado al gobierno como segundón de un grupo político (en su caso el pierolismo) y tratarse de un empresario del sur, con pocos vínculos con la élite limeña. Pero, a diferencia de la coyuntura de nuestros días, la clase propietaria estaba entonces unida en torno a una propuesta política y económica representada en sus líneas generales por el Partido Civil. Después de un año de gobierno militar (que don Manuel González Prada retrató descarnadamente en su panfleto “Bajo el oprobio”), el coronel Benavides devolvió el poder a sus auspiciadores, tras unas elecciones sui géneris resueltas en una “convención de partidos”.

El período corrido entre 1899 y 1919, que Jorge Basadre bautizó como la “República Aristocrática”, fue lo más parecido que hemos tenido a una república parlamentaria, en el sentido de contar con un Congreso vigoroso, respetado por la prensa y la opinión pública. Harta de caudillos redentores que a lo largo del siglo XIX prometieron llevarla a la tierra prometida, la reducida población electoral de ese momento parecía confiar más en atildados legisladores que solo percibían como pago por sus afanes una modesta dieta y la cobertura de sus gastos de viaje hasta la capital, conocidas como “leguajes”.

Con el inicio del oncenio de Leguía en 1919, hace exactamente un siglo, volvimos, sin embargo, al espíritu presidencialista que ha dominado la política, no solo peruana sino latinoamericana en general. Se dictó una nueva Constitución, que aumentó los poderes del primer ciudadano de la nación, se disolvieron las juntas departamentales y el presidente se proclamó “protector de la raza indígena”, como supuestamente lo habían sido los monarcas españoles de los siglos pasados. Tal vez se trate de la nostalgia por el inca, o por los reyes o virreyes de la era colonial, pero nuestra población tiende a confiar más en el guerrero solista que en la banda polifónica. Por algo el libertador don José de San Martín, el politólogo Bernardo Monteagudo y el ilustrado Hipólito Unanue se inclinaron, en tiempos de la independencia, por la idea de que el Perú no adoptase el modelo de la república, siguiendo la moda del momento, sino el de la monarquía constitucional, que juzgaron más en sintonía con la organización social y, sobre todo, las ideas políticas de la población.

La inclinación presidencialista es hasta cierto punto comprensible. Es más fácil identificarse con una persona que con un cuerpo colectivo de grupos enfrentados entre sí. Las funciones del Congreso son, por otra parte, más complejas de comprender que las del Poder Ejecutivo. Si este debe organizar y poner en marcha el gobierno, construyendo las obras necesarias, despachando médicos y maestros adonde hagan falta, y persiguiendo el delito, aquel debe dictar las leyes que regulan lo que hace este, y fiscalizarlo en sus tareas. La línea que separa la vigilancia y fiscalización del mero obstruccionismo es muy fácil de cruzar y con frecuencia se confundirán ante la población, luciendo el Parlamento como el patito feo de la república.

A la luz del balance de nuestra historia política, pareciera, pues, que debemos procurar evitar la situación de un mandatario sin un Congreso que lo respalde. En ese sentido apuntó la comisión para la reforma política formada por el presidente Vizcarra hace unos meses, al proponer que el Congreso resulte elegido en la segunda vuelta, junto con el mandatario, y no en la primera. La otra solución sería adoptar el modelo español, donde es el Congreso quien elige al jefe de Gobierno. Pero esta última posibilidad reñiría, tal vez, con nuestra tradición presidencialista.