El Perú vive una crisis sanitaria inimaginable que ha venido a sumarse a otra que se desató hace menos de ocho meses, cuando el presidente Martín Vizcarra, ignorando la ley y la Constitución, disolvió el Congreso. Desde entonces, se han instalado en el país la total incertidumbre y un nuevo Parlamento poblado, en gran medida, de populistas, demagogos, ignorantes y pícaros. Ahora, el manejo desastroso de la epidemia ha llevado a una mayoría de ciudadanos a ignorar, de facto, las disposiciones de la reciente extensión del encierro.
¿Pensó realmente el mandatario que podía privar de sustento por tres meses y medio al 72% de los trabajadores? Al tomar la indispensable decisión de declarar la primera cuarentena, se desoyeron los consejos que la habrían hecho efectiva. Se debió masificar los test y controlar la aglomeración en mercados, bancos y transporte público, y permitir, al mismo tiempo y selectivamente, que algunos sectores y regiones siguieran produciendo con el estricto cuidado de los trabajadores. Ciertamente, esos trabajadores hubieran recibido mejor atención que la que el pobre sistema público de un Estado disfuncional les ha podido brindar.
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Ahora, en medio de una falsa ‘meseta’ de enorme contagio, el Gobierno se apresta a abrir la economía con mecanismos que revelan, una vez más, la total ignorancia acerca de la manera en la que opera la economía peruana, plagada de informalidad y de una asfixiante sobrerregulación. Con nulo conocimiento sobre cómo se desenvuelven las pequeñas y grandes empresas, decretan protocolos de salud incumplibles para la mayoría de ellas y ‘planifican’ la apertura de manera absurda, teñida de un rechazo ideológico a todo lo que sea el sector privado. ¿Se puede encontrar acaso racionalidad alguna en la selección hecha de las actividades que abrirán primero que otras? ¿Existe algún criterio para decir, por ejemplo, que la pesca deba operar con solo el 60% de la flota, o que el transporte informal saque sus vehículos tres días a la semana? Ciertamente, cada embarcación es independiente de la otra en altamar y, por otro lado, a menos combis circulando, más peligro de contagio en su limitado espacio. Peor aún, ante la ilógica prohibición de usar vehículos privados para el trabajo.
Lo que el Estado debe cuidar es la salud, independientemente de qué actividad se trate. Si una gran mina, empresa grande o un vendedor de emoliente (existen 39.000 de ellos) cumple con reglas básicas de salud, pues deberían trabajar sin que algún iluminado burócrata, que decide que cortar el cabello es menos peligroso que vender emoliente en el invierno, lo impida. Cada empresa debería firmar una declaración jurada detallando que cumple con un protocolo de salud acorde con normas fundamentales y atenerse a una severa sanción en caso de incumplimiento. En lugar de las anodinas conferencias de prensa del presidente, el Estado debió saturar los medios de comunicación para educar a los ciudadanos acerca de cómo protegerse del virus y explicar la importancia cívica de no exponer a los demás al contagio. En cambio, han tenido que transcurrir más de dos meses para descubrir recién los crasos errores en la gerencia de la cuarentena.
La impericia del Ejecutivo y su aguda carencia de gestión han costado vidas y, más allá de inútiles muertes, esa impericia ha originado un daño irreparable en la economía.
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Ha llegado el momento de que el Ejecutivo pida ayuda de verdaderos expertos y corrija errores que se no se debieron cometer desde el día en el que se decretó la primera cuarentena. Debe dejar el martillo, tomar el bisturí y focalizar su acción. En una situación de desborde como la actual, ya no es posible hacer mucho con los jóvenes y personas de menor riesgo más allá de ser inflexibles con el uso de la mascarilla y el control de la aglomeración. La tarea principal y urgente es cuidar la vida de las personas vulnerables y, para ello, debe convocarse a todas las autoridades civiles y militares, además de organizaciones sociales y empresa privada. Se debe identificar a esas personas por todos los medios, verificar su estado, proveerles medicamentos y, en caso de evidente peligro de contagio por no contar con condiciones físicas de aislamiento, trasladarlas a un lugar seguro, preferiblemente dentro de su comunidad. Junto con ello, se debe dejar de lado la suicida animadversión en contra del sector privado. Sin su confianza y vehemente concurso, la reactivación del país es literalmente imposible.