Soy un convencido de que uno de los problemas estructurales más graves de nuestro país es la falta de confianza interpersonal.
Basta visitar países donde ocurre lo inverso, como Estados Unidos o Alemania, para observar que los alquileres de corta duración se cierran sin necesidad de inventarios, los productos en los supermercados se cambian sin necesidad de marcarlos en la puerta, la ropa en las tiendas se puede devolver a los pocos días sin asumir que ya la usaste, los autos se ceden el paso entre sí sin asumir que te quieren atrasar, etc.
No tenemos nada de esto en el Perú. Según la data de World Values Survey (2000-2020), nuestro país aparece último en la tabla global al ser una sociedad en la que no se confía ni en los amigos ni en los extraños.
Pero hay un tipo de confianza que sí nos queda. La llaman técnicamente “grado de inversión”, pero en sencillo significa cuánto pueden confiar los inversionistas en que vayamos a pagar nuestras deudas.
La semana pasada, una de las calificadoras de riesgo, Standard & Poor’s, rebajó la calificación crediticia de nuestro país a BBB-, solo un nivel por encima del “jalado”; aunque otra, Fitch Ratings, nos mantuvo la nota pero observando que la perspectiva es negativa.
Ambas coinciden en que la principal debilidad de nuestra economía es la política. No hay cuerdas separadas. En particular, se resalta la existencia de un Congreso fragmentado al lado de un Ejecutivo con un limitado capital político para hacerle frente.
Una opinión que se refuerza cuando los inversionistas observan que, a pesar de que el Ministerio de Economía y Finanzas se opone al nuevo retiro de fondos de las AFP, decide no observar la norma para no confrontar con el Congreso.
La buena noticia es que aún tenemos grado de inversión y esto reduce el costo de que el país y las empresas peruanas se financien. La mala es que estamos camino a perderla, a menos que “condiciones políticas estables respalden la ejecución eficaz de las políticas que impulsen la inversión y las expectativas de crecimiento económico” y se observe “una trayectoria de la deuda moderadamente estable” (S&P, 2024).
El ministro de Economía, además de cuidar la deuda fiscal y el gasto público, debería estar transmitiendo confianza. A nivel retórico, lo está haciendo. Asiste a foros en los que afirma, por ejemplo, que no van a promover cambios tributarios porque generan mucha incertidumbre.
Pero en la práctica, trasciende que van a pedir facultades al Congreso para gravar con IGV los servicios de proveedores no domiciliados de la economía digital, como Netflix y Spotify, “perfeccionar” la ley del IGV para incorporar otros bienes y servicios en su ámbito, varios cambios en el régimen de renta, etc.
Ningún cambio es descabellado en sí mismo, aunque no va a recaudar demasiado y el momento recesivo no es apropiado. Tal como ocurrió en México y Chile, el 18% se trasladará a los consumidores. Además, la OCDE viene trabajando en un sistema fiscal internacional para gravar la economía digital, y ha pedido esperar hasta finales del 2024 o 2025, porque si ya hay marcos vigentes será más difícil adoptarlo.
El problema no es la creación de impuestos, sino la confianza. Si uno afirma que no habrá cambios a nivel tributario, y que va a cuidar el gasto público, luego no puede proponer la creación de impuestos o suscribir transferencias extraordinarias al Gobierno Regional de Ayacucho por S/182,3 millones. Ni qué decir del tercer salvataje a Petro-Perú por casi S/3.000 millones.
No perdamos el único tipo de confianza que nos queda.