Los peruanos tenemos esa mala costumbre de no querer ver la realidad. Y es que, si la viésemos, no podríamos hacer más que enfrentarla. Por eso, preferimos mirar hacia otro lado cuando un niño nos pide una limosna en un semáforo o preferimos creer una y otra vez mentiras, como esa de que “estamos a un pasito de la OCDE” o aquella del “voto vigilante” que llevó a la presidencia a un personaje cuya falta de preparación era conocida y notoria para todo aquel que quisiera ver, y cuyo mayor logro fue tirarse al piso y saltar a la fama en una marcha sindical que perjudicó a cientos de miles de niños peruanos.
Por eso, cuando Castillo llegó al Congreso el 28 de julio para dar su discurso al cumplir un año en el poder, nada de lo que dijo fue verdad. Pero la impunidad de la mentira es tal que, empoderado, nos mintió una y otra vez sin que nada pasara. De hecho, entre tanta mentira, lo que quedó demostrado es que la disfuncionalidad de la democracia en el Perú hace que, pese a las denuncias de corrupción, a los nombramientos de ministros y altos funcionarios sin capacidad alguna y a que vienen destruyendo la poca institucionalidad que existía, Castillo seguirá siendo presidente. Aunque el 74% de los peruanos desapruebe su gestión y solo un 3% sienta que el país está progresando.
Y no se engañe creyendo que el Congreso será capaz de limitar el poder del Ejecutivo. De hecho, hasta el momento, los pactos bajo la mesa entre la oposición y el partido de gobierno están contribuyendo a deteriorar aún más el sistema. Más aún, los parlamentarios de izquierda –aliados al Gobierno y que impulsaron el voto vigilante– y los que han sido cooptados (o comprados) impiden que se alcancen los votos necesarios para la vacancia presidencial. Una perfecta alineación de incentivos.
Cuando Pedro Castillo llegó a Palacio de Gobierno, recibió un país que había alcanzado a reducir la pobreza del 54% en el 2004 al 20,3% en el 2020, logrando que cerca de nueve millones de peruanos dejaran de ser pobres. El 85% de esa reducción de pobreza fue producto del crecimiento económico, generado por el sector privado. Y, sin embargo, Castillo se ha empeñado en ponerle trabas al crecimiento, elevando los costos de transacción de los privados para hacer empresa.
Ha dejado de lado, además, a ese 78% de peruanos que se desarrolla en el sector informal, pero también a aquellos que han sido absorbidos por las empresas formales. Las modificaciones impulsadas desde el Ministerio de Trabajo (MTPE) no han hecho más que encarecer la formalidad y, al hacerlo, generan que se pierdan puestos de trabajo formales, esos que el país requiere para efectivamente continuar con la reducción de la pobreza y garantizar una mejor calidad de vida a los peruanos.
De hecho, cuando sostuvo en su discurso que la población ocupada había alcanzado niveles prepandemia, olvidó aclarar que en realidad el empleo aumentó a través del aumento del subempleo. Entre abril y mayo del 2022, había 496 mil personas más subempleadas que en el mismo período del 2019. Mientras que en el indicador de personas adecuadamente empleadas encontramos que este ha caído en 305 mil personas, en el mismo período. Esto significa que hay casi medio millón de peruanos más en puestos de trabajo mal pagados y sin condiciones mínimas para poder alcanzar su nivel adecuado de productividad y, con ello, una mejor calidad de vida para ellos y sus familias.
La última norma promovida por el MTPE, donde, incluso contra la posición de la OIT, se busca empoderar a los sindicatos debilitando a las empresas, no es casualidad. Con esto, Castillo está buscando fortalecer sus bases y recuperar, así, mayor poder en la calle. Esa que tradicionalmente responde a la izquierda.
Y, finalmente, no se engañe creyendo que Castillo o la oposición tienen un plan para sacar al país de la crisis actual y encaminarnos al desarrollo. No hay plan, ni de un lado ni del otro.