En la época en que vi “Atrapado sin salida”, yo me creía un bohemio de 14 años. Hablaba de libros que nadie había leído, ni siquiera yo. Hacía esfuerzos por ser profundo, aunque todos me consideraban profundamente pesado. Y alguna vez, solo para llamar la atención, llevé al colegio un termo con whisky y me lo bebí ahí mismo, en el recreo.
De modo que, cuando Jack Nicholson apareció en pantalla con su sonrisa psicópata y sus aires de ser el más listo de la clase, quedé fascinado con él. En “Atrapado sin salida”, Nicholson encarna a un pícaro delincuente que finge estar chiflado para cambiar una condena de cárcel por internamiento psiquiátrico. Pero en su nuevo hogar, se enfrenta a una enfermera monstruosa que trata a sus pacientes como a robots, “por su bien”. La película denuncia un sistema que considera a la diferencia como una enfermedad. Y los espectadores nos identificamos con los internos del frenopático, no con sus autoridades. Para cuando caen los créditos finales, nos preguntamos quién está realmente mal de la cabeza y necesita ser guiado: los pacientes o sus guardianes. Los alumnos o los profesores. Los ciudadanos o sus mandatarios.
La siguiente película que vi de Milos Forman fue “Amadeus”: la vida de Mozart contada por su peor enemigo, el envidioso y académico Salieri, que no podía soportar el escandaloso derroche de talento de ese joven genio. En esa época, yo mismo hacía música, y como todos los artistas adolescentes, fantaseaba con ser brillante de nacimiento. La madurez –esa vieja aburrida– terminaría por enseñarme que casi ningún artista lo es. Las carreras creativas suelen ser duras, y solo subsisten debido a que el propio artista mantiene la fantasía egocéntrica de ser brillante de nacimiento. Yo, que no estaba lo suficientemente enajenado, acabaría por admitir la realidad y abandonar la música. Sin embargo, después de ver “Amadeus”, pasé dos semanas imitando la risa maníaca del protagonista.
A mediados de los años noventa, cuando el Gobierno Peruano comenzaba a parecerse a la enfermera de “Atrapados sin salida”, llegó a salas peruanas “El escándalo de Larry Flynt”, el ‘biopic’ sobre el fundador de la revista porno “Hustler”. Flynt era degenerado, irresponsable, toxicómano, provocador... y un mártir de la libertad de expresión. Al igual que la siguiente película de Forman, “Man on the Moon”, sobre el extravagante cómico Andy Kaufman, “El escándalo de Larry Flynt” reivindicaba a los diferentes, a los irreverentes, a los alucinados, y su importancia para poner en duda las convenciones sociales y los límites establecidos.
El propio Forman había sido un loco en una época de órdenes indiscutibles. Su carrera había visto la luz en plena primavera de Praga, cuando el arte de Europa del Este pretendía liberarse del yugo del realismo socialista, y los creadores querían crear, no entonar elegías para sus jefes. Lamentablemente, el sistema no podía tolerar que a los individuos les diese por pensar, y la Unión Soviética decidió mandar a los tanques a acallar toda esa maravillosa locura. Fue entonces cuando cineastas como Forman y Roman Polanski emigraron a París o Los Ángeles... y revolucionaron el séptimo arte.
Milos Forman nos ha dejado la semana pasada, pero le sobreviven su Mozart, su Larry Flynt, su Andy Kaufman y muchos otros personajes a los que nos enseñó a amar. Con sus carcajadas enfermas y sus excentricidades, y sus pañales estampados con la bandera de Estados Unidos, y su libertad, esos personajes nos recuerdan cuánto debemos a los locos, y qué terrible, qué ilógico, qué triste es un mundo lleno de gente normal.