Las perversas irregularidades con las que Nicolás Maduro se ha perpetuado en el poder –mediante elecciones nada limpias, libres ni justas, y con represión hacia la oposición y la ciudadanía en general– han despejado cualquier duda con respecto a si el régimen político en Venezuela es una dictadura con votaciones, pero sin elección, como en Nicaragua y Cuba.
La disolución de los titubeos, al consagrarse ese régimen como una dictadura de origen izquierdista más en el continente, ha generado diversas reacciones en dicho campo político.
Encontramos desde aquellos que ensayan un callado arrepentimiento y, a la vez, un locuaz distanciamiento del chavismo, hasta quienes se profesionalizan en el cinismo y se aferran a los disfraces propios de las mentiras. Los izquierdistas que se reafirman en el “te lo dije” y los que insisten en que el sistema electoral venezolano es el “mejor del mundo” (Hugo Chávez dixit).
El 28 de julio del 2024 ha sido un hito en la historia de la izquierda hispanoamericana, pues se está permitiendo distinguir una escala de rojos.
El rojo púrpura es el color de la sangre coagulada. Cuando la utopía líquida comunista se convierte en semisólidos cuerpos de autoritarismo. La revolución cubana es el hito fundacional o, mejor dicho, la madre de los corderos, que nació dictatorial y evolucionó a totalitaria.
Quienes profesan su fe han hipotecado cualquier valor democrático por una polera del Che. El castrismo ha educado a la izquierda regional (y mundial) y todo sigue indicando que al maestro se lo respeta. Porque aparece intocable, a pesar de todas las violaciones a los derechos humanos que se han cometido en la isla (y fuera de ella, al consignar su injerencia en Venezuela y en las guerras africanas).
Ni siquiera el más díscolo y joven alumno Gabriel Boric –a quien todos hemos saludado por ser tan tajante contra Nicolás Maduro y Daniel Ortega– se atreve a levantar la voz contra el castrismo.
Pero no nos distraigamos con novicios, pues la sangre púrpura ha tenido, desde 1959, ilustres intelectuales, incluyendo en su momento a Mario Vargas Llosa.
En la actualidad, figuran un par de caricaturas como el argentino Atilio Borón y el español Juan Carlos Monedero, quienes se van a dormir con la chaqueta verde olivo puesta y con los esqueletos en el clóset. Esto es el rojo revolución.
El rojo cobrizo es un rojo de color humilde, pero rojo, al fin y al cabo. Son los parientes pobres de la izquierda ‘mainstream’, asentados en medio de las montañas, allende los Andes. Más que creer en el socialismo, abrazan el ‘anti-establishment’.
Por lo tanto, más que construir, lo que buscan es derrocar... al modelo, al sistema, al colonialismo, al centralismo, al patrón, etc. Su reivindicación se basa en una marginación tan histórica que antecede a las clases sociales, la lucha contra la desigualdad y la equidad de géneros, lo que resulta ininteligible para el resto de la izquierda, que apenas atina a tolerarlos como ‘affirmative action’.
Son tan conservadores moralmente que pueden considerar el respeto al equilibrio de poderes como “cojudeces democráticas” (rojo berbejo dixit).
Sus intelectuales han sufrido una degradación: del peruanísimo José Carlos Mariátegui al boliviano Álvaro García Linera, y de este al etnocacerista Isaac Humala. Han tomado el poder en Bolivia, cogobernado en Ecuador, fracasado en el Perú (por la vía armada y por la electoral). Apoyan al chavismo no por razones ideológicas, sino, sencillamente, por radicalismo. Esto es el rojo indio.
El rojo cálido es un rojo brillante, incandescente. Por una rutina de colaboración con sus pares del socialismo del siglo XXI les cuesta zanjar con Nicolás Maduro.
Pero constituye un rojo sofisticado, tanto ideológica como tecnocráticamente, dado que su ‘leitmotiv’, la disminución de la desigualdad, le permite tejer una narrativa para políticos y técnicos. Sus exponentes han pasado del manual y los decálogos a la política pública de los ‘best practices’. Si bien la inspiración es europea, la alegría siempre es brasileña (también, su carnaval de licitaciones amañadas).
Fue el PT de Lula el que expandió el modelo de Bolsa Familia (bonos como incentivos para fortalecer la salud y la educación de los menores de edad), asimismo, la diplomacia del cemento y de los ‘codinomes’. Su debilidad no son las causas democráticas, sino la corrupción.
La Nueva Mayoría chilena (con Bachelet a la cabeza), aunque es una mejor versión, se llenó de un idealismo que les llevó de querer hacer reformas simultáneas –tributarias, previsionales– a un proceso constituyente de impulso autodestructivo.
Con el paso de los años, este rojo clásico se ha ‘aggiornado’, decantándose por la etiqueta socialdemócrata antes que la socialista, si bien con ello pasan por alto condiciones estructurales ausentes (a diferencia de Europa, el estado latinoamericano es enclenque y la sociedad informalizada).
Pero confían a pie juntillas en la italiana Mariana Mazzucato y el francés Thomas Piketty. Más que rojo, es ‘rouge’.
El rosado es un rojo ‘light’, un rojo cobarde que no se atreve a ser rojo. Es la tonalidad de moda entre las nuevas generaciones, que han preferido el discurso identitario (equidades de género, por ejemplo) y la retórica verde al alegato ‘old school’. Refiere más a sensibilidades que a preceptos programáticos: tienen la indignación a flor de piel para denunciar la privatización del agua o la contaminación de los océanos.
Hijos de su tiempo, les cuesta organizarse en formas partidarias, son tribales y suelen expresarse en forma de estallidos sociales. Mientras sus anteriores generaciones izquierdistas lucharon contra dictaduras, el rosado lucha contra troles. Les importa más la memoria histórica que el futuro del país. Son gramscianos sin saberlo, porque sus motivaciones de acción colectiva se encuentran en la superestructura, en la cultura posmoderna, antes que en el control de los modos de producción.
Adoptan la defensa de causas democráticas a partir del eje de los derechos humanos –activistas en contra del racismo y en favor de la eutanasia, por ejemplo–.
Por lo tanto, y salvo excepciones, deberían estar en las antípodas del chavismo. Pueden coquetear con derechistas que habitan ecosistemas “progre” (como los “moraditos” en el Perú y los “amarillos” en Chile).
El rosado lee manuales de autoayuda cívica nacional y latinoamericana, y es ‘woke’.