(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Patricia del Río

Cómo recordará cada uno de ustedes este año. ¿Con odio? ¿Desconcierto? ¿Angustia? ¿Qué palabra escogería para etiquetarlo? No vale escoger una frase. Eso es fácil, traten de elegir un solo término que reúna sus emociones encontradas, sus iras y anhelos, sus penas y sus alegrías.

Para mí, será siempre el año de la vulnerabilidad. La palabra viene del latín “vulnerabilis”, que está formada por “vulnus” que significa “herida” y el sufijo “-abilis” que expresa “posibilidad”. La vulnerabilidad es la posibilidad de ser herido. Es el reconocimiento de nuestras fragilidades y la certeza de que en un duelo contra Goliat nos va a tocar ser David, pero sin honda ni piedra.

Los dueños del planeta, los que usamos todo lo que está a nuestro alrededor para satisfacer nuestras necesidades que hace mucho tiempo se alejaron de las básicas para reemplazarlas por las superfluas. Nosotros los que hemos hecho del consumismo la rueda que mueve el mundo, acentuando una desigualdad obscena, hoy estamos arrodillados frente a un virus insignificante. Uno que se ensaña con nuestros ancianos, obesos, hipertensos, diabéticos… Como si respondiera a esta forma de vivir en la que los que ya no producen o consumen al máximo son un lastre. En la que los seres humanos tenemos fecha de vencimiento.

¿Qué se iban a imaginar los poderosos que sus fortunas temblarían porque ya no tendría sentido comprarse un auto nuevo? ¿Cómo iba a proyectar algún sabio que el mundo se quedaría congelado, como cuando jugábamos a la pega inmóvil? ¿A quién se le iba a ocurrir que una mascarilla se convertiría en nuestro uniforme único, para impedir que al grande, chico, rico o pobre, el aire que respira lo mate?

No creo en los aprendizajes que dejan las tragedias. El dolor no sirve para descubrir cosas. Al contrario, ante la muerte de un ser querido por falta de un balón de oxígeno, o la quiebra de nuestros negocios, más que enseñanzas nos queda bronca. Reinventarse después de una catástrofe no se parece a completar una maratón, no es un reto que decidimos satisfacer. No es una escogencia, es una inevitabilidad.

Y el descubrimiento de la vulnerabilidad, entonces, no es una lección de vida, sino un recordaris. No ha llegado como una luz para mostrarnos el camino, sino como una cachetada que nos despierta de un sueño de soberbia. El telón se ha levantado y hemos dejado de ser las estrellas que reciben aplausos de pie, para descubrirnos merecedores de un tomatazo en la cara por tan mala actuación.

El día en que se levantó parcialmente la cuarentena era julio. Hacía el frío que trae la humedad que en Lima siempre es salada, y cumplí el único capricho con el que había soñado durante tres meses de encierro: meterme al mar. No soy una persona marítima, pero recuerdo el día en que me puse la primera ropa de baño que encontré, bajé a la costa verde en medio de la neblina, me zambullí en el mar helado y me puse a nadar. Me alejé de la orilla lo suficiente para ver la ciudad, para sentir que estaba en medio de la nada. Respiré profundo, sin temor y boté el aire haciendo burbujas. Y me sentí pequeña, terriblemente insignificante. Dejé que las olas me arrullaran mientras pensaba que este planeta no es nuestro, que es de ese océano que cubre más del 70% de su superficie. Que hemos usurpado y maltratado esa inmensidad que hoy nos mira con condescendencia, levantando un poco la comisura derecha de su boca, que son olas.

Y me encontré con el verdadero significado de la vulnerabilidad, con el sentido de nuestra propia pequeñez. No, la vida no nos está dando una clase maestra, esto, más bien, es una tremenda dosis de ubicaína. Ojalá fuéramos capaces de darnos cuenta… Feliz 2021, por cierto.