Aproximadamente 10 millones de peruanos, un tercio de la población nacional (30,1%), viven debajo de la línea de pobreza, cuyo valor es de S/360 per cápita mensual (INEI 2021). La pandemia retrocedió en una década el ritmo de reducción de la pobreza. Es prioritario que las políticas públicas reviertan este choque y eviten impactos irreversibles en las trayectorias de los hogares más vulnerables. Más de un millón y medio de ciudadanos viven en pobreza extrema, enfrentan hambre y graves pérdidas de capital humano, profundizadas por el prolongado cierre de escuelas.
En setiembre del 2021, desde esta columna alertamos sobre la urgencia de “des-bonificar” la política social; es decir, que el Gobierno no se limitase a entregar bonos de emergencia para priorizar la implementación de una estrategia de superación de pobreza con sólido sustento técnico, buen aterrizaje territorial y transparencia. También destacamos que responder al reto de reducir la pobreza no solo requiere buena voluntad y presupuesto, sino principalmente capacidad estatal.
Próximos a cumplir siete meses del inicio de la administración de Pedro Castillo, el balance en materia de reducción de pobreza es preocupante. Un tema tan urgente no ha recibido prioridad real del conjunto del Ejecutivo ni del Legislativo. Salvo anuncios aislados y ampliaciones de cobertura modestas, los programas sociales continúan en piloto automático, perdiéndose la oportunidad de innovar y de articularlos con iniciativas de generación de ingresos que permitan una salida sostenible y autónoma de la pobreza. Sería lamentable que el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (Midis), un sector que destacó en sus orígenes por su liderazgo programático y rigor técnico, pierda la oportunidad de marcar la diferencia en momentos críticos en los que se requiere proteger y ampliar la capacidad estatal para entregarles servicios públicos con calidad, eficiencia y pertinencia a los ciudadanos. Esperemos que la tendencia a debilitar y desmantelar la gestión pública que observamos en sectores productivos (Energía y Minas, Produce, Transporte y Comunicaciones, Comercio Exterior y Turismo) no se expandan a los sectores sociales, aunque los inaceptables cambios realizados en la alta dirección del Ministerio de Salud han activado las alertas de la vigilancia ciudadana.
Es crucial garantizar que los nuevos funcionarios designados por el Gobierno en los sectores sociales cuenten con experiencia relevante, capacidad técnica y sean seleccionados de manera transparente y competitiva, pues reducir la pobreza de manera sostenida requiere políticas sofisticadas e innovadoras, con cable a tierra y basadas en evidencia, que construyan sobre lo avanzado por el Estado Peruano. También, debe asegurarse que los programas sociales se implementen con independencia política en todo el territorio nacional. La lógica asistencial y clientelista no debe volver a la política social peruana.
En un par de meses, el INEI publicará las nuevas cifras de pobreza del 2021. Es esperable que la pobreza monetaria total se reduzca en algunos puntos porcentuales por efecto de la reactivación económica, toda vez que el incremento más pronunciado se reportó en zonas urbanas afectadas por las medidas de la cuarentena del 2020. El Gobierno debe evitar la complacencia y el piloto automático, pues ha generado enormes expectativas de cambio en sectores excluidos que no esperan más canastas o bonos eventuales, sino mejores servicios públicos (salud, educación), mejor acceso al mercado y al empleo y más oportunidades de desarrollo para sus hijos. Ojalá que el incremento de la desaprobación presidencial en el Perú rural (49%) y en el nivel socioeconómico E (54%) reportado por Ipsos-América TV sirva como alerta para que en Palacio de Gobierno se tomen más en serio la lucha contra la pobreza. El Perú cuenta con recursos, capacidad instalada y aprendizajes necesarios para implementar una estrategia de lucha contra la pobreza de primer nivel que transforme y mejore vidas. Esto requiere una gestión pública de alta calidad, el mejor talento nacional y compromiso político efectivo, no discursos vacíos ni capturas partidarias de entidades públicas.
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