He venido al cine Palafox de Madrid a ver una función especial de El Resplandor. Por siete euros te dan la entrada y un whisky de cortesía; un Jameson Irish. Mala estrategia, pienso durante la cola. Si este es un homenaje al clásico de Kubrick, tendrían que ofrecer un Jack Daniel’s, como el que toma Jack Nicholson interpretando a Jack Torrance en la mítica secuencia del bar, donde Lloyd, el afantasmado cantinero, lo escucha quejarse de su esposa. O un Martini, como en la novela de Stephen King.
Ya en la sala, antes de la función, a manera de preámbulo, se nos pasa un video donde aparecen enviando saludos desde no sé sabe dónde Lisa y Louise Bourne, las hermanas que tres décadas atrás dieron vida a las terroríficas gemelas que el pequeño Danny veía en los pasillos del hotel Overlook. Convertidas en fornidas cuarentonas, hoy dan más miedo que antes.
Esta será la segunda vez que vea El Resplandor en pantalla gigante. La primera fue en diciembre de 1982, a los seis años. Hasta hoy mi tía Tota asegura que no leyó la sinopsis cuando decidió llevarme con ella al Orrantia, desde cuya platea me vi expuesto a la sangrienta historia de la familia Torrance. Según ella, esa noche salí del cine con los ojos entornados, repitiendo “Redrum” y pidiendo un triciclo para Navidad.
Desde entonces he visto la película varias veces pero siempre en televisor, y sin mucha consciencia de los múltiples significados que parece esconder. Apenas si manejaba datos curiosos, como que la frase que Jack escribe cientos de veces en su máquina (“mucho trabajo y poca diversión hacen de Jack un tipo aburrido”, desconcertantemente traducida al español como “no por mucho madrugar amanece más temprano”) se oyó antes, de boca del coronel Saito, en Un Puente sobre el Río Kwai que el célebre grito de Nicholson asomándose, hacha en mano, por la puerta del baño –“¡Here’s Johnny!”– era el mismo que usaba el locutor del show de Johnny Carson para presentar al anfitrión.
Recién hace dos años, gracias al documental Room 237, de Rodney Ascher, me enteré de las teorías perpetradas por un puñado de fanáticos. Unos aseguran que El Resplandor es una crítica a la masacre que sufrieron los nativos norteamericanos en Colorado: por eso el hotel está construido sobre un cementerio indio y en el almacén del Overlook se distinguen unas latas de levadura Calumet con el rostro de un indio.
Otros afirman que el subtexto apunta al holocausto: las pruebas irrefutables estarían en la máquina de escribir de Jack (alemana, marca Adler, que significa “águila”, claro símbolo nazi); el uso recurrente del número 42 (guiño a 1942, el año de mayor exterminio de judíos); parlamentos clave de entraña antisemita; y la disolvencia final, donde un trozo del cabello de Jack insinúa el bigote hitleriano.
El documental también plantea que Kubrick usó El Resplandor para referirse veladamente a la televisación de la llegada del hombre a la Luna, supuesta farsa en la que él mismo habría participado contratado por la NASA. ¿Los indicios? El cohete Apolo en la chompa de Danny; el número 237 de la habitación embrujada (son 237 mil las millas que nos separan de la Luna); y la perorata de Jack cuando Wendy pretende escapar. Dicen que Kubrick usó exactamente esas palabras frente a su mujer al descubrirse el falso rodaje lunar: “¿Tiene importancia para ti que los propietarios hayan depositado su confianza en mí...?”.
Sobreinterpretada o no, El Resplandor permite lecturas y conexiones insospechadas. Esta noche, sin embargo, al verla por segunda vez en pantalla grande, no he tenido cabeza para ningún análisis. Volví a sentir el miedo de los seis años, y solo pude pensar en mi sádica tía, en la oscuridad del viejo Orrantia y en el triciclo que nadie me regaló.
Esta columna fue publicada el 5 de noviembre del 2016 en la revista Somos.