Lo que sucede entre una persona y el espejo es una cuestión de delicada intimidad. Difícilmente alguien recuerda el desconcierto de verse reflejado por primera vez. Pero quien haya tenido oportunidad de observar a un niño experimentando ese instante recordará el asombro en su mirada: verse a sí mismo desde fuera, descubrirse desdoblado, como si fuera otro.
El asombro no dura mucho, por supuesto. No solo porque vernos en el espejo se vuelve parte de nuestra rutina, sino principalmente porque poco a poco perdemos la limpieza original de nuestra mirada. Así como al hablar nos apropiamos de las palabras, los modismos y el acento de quienes nos rodean, aprendemos también con el tiempo a ver el mundo y las personas tal como ellos lo hacen. Recibimos estándares y referencias de lo que nuestro grupo considera bello, deseable, normal, abominable. Adquirimos, a fin de cuentas, una mirada educada socialmente, equipada con una serie de filtros culturales de los que no somos conscientes, por lo que la consideramos perfectamente natural. Podemos estar entonces a solas frente al espejo, pero ya no es nuestra mirada la que nos observa y nos juzga –es la de todos–. Y el peso de su veredicto puede llevarnos a reaccionar de distintas maneras.
La actriz Renée Zellweger, como vimos esta semana, terminó por alejarse radicalmente de la imagen que el espejo le ofrecía. Apareció tan distinta, que dio la sensación de haber huido de su rostro. A decir verdad, lo suyo pareció más cercano al cambio de identidad que a un mero cambio de look. Tanto así, que si llegara a participar en una próxima entrega de “El diario de Bridget Jones”, su ausencia podría llegar a sentirse tanto como la de Hugh Grant. En el otro extremo, un actor como Sylvester Stallone parece más bien empecinado en exigir que el espejo le devuelva siempre la misma imagen, aferrado a una musculatura en la que se pueda seguir reconociendo como Rocky o como Rambo, haya o no más secuelas.
A diferencia de lo que ocurre con las celebridades de escala global, muy especialmente con las mujeres, no todos somos sometidos a un escrutinio tan absurdo y cruel de nuestra apariencia física. Pero todos somos vulnerables, en mayor o menor medida, a confundir nuestra identidad con nuestra imagen y a querer abandonarla o mantenerla casi a cualquier precio, con tal de conseguir –o seguir recibiendo– “buenas noticias” del espejo.
Esto no es algo fácil de cambiar. Pero, a final de cuentas, así como podemos recibir las miradas de los demás, somos todos también un poco parte del gran espejo de la sociedad. Nuestra manera de mirar y de juzgar puede ayudarnos a ofrecer un reflejo más sano y a separar las apariencias de lo que las personas son en realidad.