El mundo aquí afuera es mejor de lo que dicen. Ya lo verás. A pesar de que yo mismo le hago a veces mala publicidad, no tengas la menor duda: la vida es fantástica. Hay días, sí, en que los hechos carecen completamente de sentido y lo instalan a uno muy cerca del desánimo, pero basta un destello de humanidad, nada muy preciosista ni logrado, humanidad solamente, para devolverte la fe y la terquedad.
Hubo un tiempo en el que la idea de la paternidad no me estimulaba en lo absoluto. Me parecía insensato traer a este planeta en franco proceso de descomposición a una criatura que, más temprano que tarde, acabaría contaminándose. Pensaba que la gente se reproducía por puro egoísmo, creyendo que así podría corregir una
especie condenada de antemano al fracaso de la mediocridad. Con los años, descubrí que detrás de esa forma de pensar había básicamente miedo. Y el miedo, aun siendo natural como reacción, es inaceptable como argumento vital.
Ahora veo todo muy distinto, aunque nunca dejo de sorprenderme de ciertos pensamientos súbitos. Hace casi seis meses, el día de diciembre que Natalia, tu mamá, me anunció, con una alegría inmensurable, que estaba encinta, una frase automática surgió, sólida, instintiva, desde lo más profundo de las taras y prejuicios de
mi educación: “Ojalá que sea hombre”. Sí, ya sé: flor de tarado. Te lo cuento así, sin reservas, porque, si es posible la transparencia entre padres e hijos, quisiera practicarla contigo. A diferencia de tu abuelo –que fue un hombre hermético que evitaba mostrar sus debilidades–, tiendo a irme hacia el otro extremo y no pierdo ocasión de mostrar mis fisuras. Espero que no sea también un error.
Sé muy bien qué fuerzas inconscientes me llevaron ese día a pedirles un varón a las máximas instancias divinas y cósmicas. Por un lado, la idea machista, y un tanto sobreestimada, de la complicidad masculina como símbolo de fortaleza de la tribu. Por otro, la sensación de que el mundo –pese a ser un lugar digno de conocer– sigue siendo más difícil de conquistar para las mujeres.
Con el paso de los meses, sin embargo, todas esas consideraciones fueron disolviéndose en mi mente como la arena cuando el puño empieza a soltarse. A cambio quedó vivo un único deseo: que haya en ti salud y bondad a partes iguales (la belleza e inteligencia, por el lado materno, están garantizadas).
Por eso cuando hace unas semanas, después de la última ecografía, la doctora nos informó que serías “una niña”, pensé en el eufónico nombre que ya habíamos elegido para ti –Julieta– y sentí que todo lo que hasta ese instante me parecía crucial y verdadero pasaba de golpe a un segundo plano.
Más adelante, contigo en brazos, podré contarte al detalle todo esto que te escribo. Por ahora me queda el privilegio de seguir interpretando los movimientos que haces por las noches, cuando me acerco al vientre de tu madre para balbucear unas palabras o musitar una canción y tú, desde ese otro lugar del mundo en el que te encuentras, estiras un brazo o una pierna en entusiasta señal de desacuerdo. Julieta del alma, no has nacido y ya me doblegaste. No quiero ni pensar lo que vas a hacer conmigo cuando aprendas a hablar.
Esta columna fue publicada el 27 de mayo del 2017 en la revista Somos.