Parece que regresamos a la barbarie. Junto al largo tiempo desacreditado Poder Judicial y las conocidas alianzas entre algunos policías y delincuentes, en los últimos años han aparecido sicarios, aumenta el desacato a la autoridad por parte de la ciudadanía, la organización criminal está reemplazando a los partidos políticos, nuestros candidatos presidenciales no son líderes y aparece la campaña Chapa tu Choro para defendernos de la inseguridad ciudadana ante la ausencia del Estado.
Sin duda, el Estado y sus instituciones son responsables de esta situación, pero el problema es más profundo, pues es de esperar que buena parte de los peruanos actúe de manera similar de ejercer ellos la misma función. Estamos entonces ante un círculo vicioso donde nadie quiere violencia, pero todos la ejercemos.
Una lectura posible sobre lo que nos pasa es que el autoritarismo tradicional –asociado a prácticas como el paternalismo, el servilismo, el caudillismo, el mesianismo, la persuasión o la fuerza– ha disminuido en nuestro país. No obstante, dicha reducción no ha sido acompañada con la implantación de formas de autoridad –fundadas siempre en el respeto–, por lo que se ha creado un vacío en las relaciones jerárquicas interpersonales. En consecuencia, la violencia reina ahora por doquier bajo otras formas autoritarias caracterizadas por la ausencia de límites.
Diversos factores dan cuenta del decaimiento del autoritarismo tradicional: el empoderamiento de la clase media emergente, la democratización de la opinión a través de las redes sociales, el avance del narcotráfico y su organización ilegal, el progresivo mestizaje, la tecnología como proceso democratizador y la sobrevaloración de la juventud. Colaboran con estos factores la poca confianza en el gobierno y nuestra hoy desacreditada Iglesia Católica, cuyo efecto es el cuestionamiento de autoridades en quienes los fieles antes confiaban y, peor aún, de los propios valores que les dan trascendencia a sus vidas.
La disminución del autoritarismo tradicional refleja cierto proceso de igualación. Pero, al no estar guiado por valores de tipo moral, se desperdicia la oportunidad de construir una ciudadanía, a la vez que se fomenta la delincuencia y el abuso violento. Así, el autoritarismo actual se presenta bajo formas radicalmente nuevas donde la violencia está exacerbada, es concreta y siempre evidente, y no sutil ni persuasiva. Su fórmula es: “Yo (cada uno) me siento autorizado para hacer cualquier cosa”. De esta manera, unos se sienten autorizados para matar si les pagan, otros para dejar tetrapléjico al ladrón que les roba, otros para atropellar al policía y el policía para pegarle al ciudadano. No existe ya límite entre aquello que no se puede hacer y aquello que requiere permiso para hacerse. Menos aún existe límite entre lo que no se puede y lo que sí se puede hacer.
Necesitamos entonces desarrollar un cuestionamiento mínimo que nos lleve a fomentar valores morales. Se trata de preguntarnos qué nos motiva al actuar y también necesitamos recuperar el sentido común ,cuya fórmula moral es “no hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti”. Si Silvana Buscaglia hubiese seguido estas pautas, posiblemente no hubiese agredido verbal y físicamente al policía que la intervino en el aeropuerto y tampoco estaría hoy sentenciada a prisión.