El desfase entre opinión e información que nos brinda la prensa debería ser sorprendente. El debate de ideas tiende a concentrarse en torno a cómo continuar con las altas tasas de crecimiento de los últimos años. No obstante, la información nos confronta con un avance arrollador de la transgresión de la ley, en sus distintos rostros: envilecimiento y corrupción de muchos políticos y funcionarios, y, como sello de la misma moneda, extensión de una delincuencia con cada vez menos respeto por la vida. Este desfase entre el aluvión de hechos criminales y las opiniones que solo se preocupan por lograr un crecimiento máximo, tiene muchas explicaciones.
Una es que muchos aceptan la corrupción como un mal necesario siempre y cuando sea parte de una gestión eficaz. Esto es lo que dejan ver las encuestas que revelan que la honradez no es una virtud especialmente apreciada por muchos ciudadanos. De hecho, sobre las figuras mayores de la política peruana penden indicios muy concretos de corrupción (Alan García, Alejandro Toledo, Luis Castañeda). La trasgresión se ha naturalizado como algo normal e inevitable.
Otra explicación se refiere al complemento de la trasgresión de guante blanco que es la delincuencia. ¿Por qué la proliferación de la delincuencia no es objeto de un debate como el que sí sucede respecto al crecimiento económico? No por falta de interés en la ciudadanía, pues en las encuestas el tema de la inseguridad aparece como más importante que el desempleo y la pobreza. En vez de un debate que permita ir al fondo del problema para formular un conjunto de políticas coordinadas de prevención, captura y sanción, lo que tenemos es la creencia ingenua en que un hombre resuelto pueda acabar con la criminalidad mediante acciones espectaculares.
El desfase entre la inquietud ciudadana y el debate público traduce el economicismo de la perspectiva neoliberal que cree que el crecimiento máximo es el óptimo y, sobre todo, que el aumento de la riqueza, de por sí, es la solución a todos los problemas. Entonces, si todo se arregla con más dinero, el único problema que merece atención es cómo aumentar la inversión, el producto y la riqueza.
No obstante, la situación peruana de los recientes años es un caso paradigmático de cómo así lo máximo no es lo óptimo. Especialmente cuando mucho del crecimiento ha dependido de las rentas de recursos naturales que han motivado ingresos inesperados que han sido malgastados, incentivándose la corrupción y el envilecimiento de la política. Para decirlo en pocas palabras: no puede ser casualidad que la región más favorecida por el canon minero, Áncash, sea aquella donde se haya desatado la más nefasta corrupción, al extremo de la aparición de los sicarios y el asesinato de los opositores políticos.
Por desgracia, en la historia del Perú se registran episodios parecidos. El auge del guano en el siglo XIX, especialmente en el gobierno de José Rufino Echenique (1851-1855), llevó a un despilfarro en guerras civiles y coimas, de manera que la mayor parte de esta riqueza desapareció sin dejar huella. Y durante el Oncenio, gobierno de Augusto B. Leguía de 1919 a 1930, ocurrió otro tanto, aunque en menor escala: la abundancia de préstamos condujo al enriquecimiento de los prohombres del régimen.
Entonces, la pretensión de apostar por un crecimiento máximo tratando de explotar todos los recursos naturales, evade el tema del crecimiento óptimo que sería aquel compatible con la capacidad de gasto productivo y la construcción de una institucionalidad sólida. La idea de un crecimiento óptimo supone también que el aumento de la riqueza sea resultado del esfuerzo y no de la transgresión.
Nada duradero puede construirse sino es sobre la base de instituciones firmes y de un respeto generalizado a la ley. Y la corrupción de muchos en la clase política es una escuela de desmoralización que incrementa la delincuencia común. La pobreza puede disminuir, pero, en una sociedad de consumo, las necesidades aumentan; y, en este contexto, los políticos enriquecidos e impunes representan un pésimo ejemplo.
Entonces, en vez de discutir –solo– el logro de un crecimiento máximo deberíamos comenzar a tomar conciencia del desquiciamiento de nuestra vida colectiva. Desde esta reflexión, será posible pensar en un crecimiento óptimo, sustentable, respetuoso de la naturaleza, destinado a fortalecer la vigencia de la ley y la justicia.