“¿Qué hubiera pasado si?”, es una pregunta que constantemente nos hacemos los seres humanos cuando evaluamos algún acontecimiento del que hemos sido parte. Este ejercicio natural, y a veces tan necesario, nos obliga a imaginar realidades que no se dieron, mundos posibles que no existieron. En la literatura, esta técnica de plantear una historia alternativa se llama ucronía, y suele producir textos en los que, tan importante como la concepción de situaciones ficticias, es la crítica velada a la que hemos vivido de verdad.
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“Civilizaciones” es una novela del escritor francés Laurent Binet en la que propone una ucronía fascinante: Hernán Cortez y Francisco Pizarro nunca conquistaron América, y fue nuestro poderoso Atahualpa el que cruzó el Atlántico para dominar Europa. Para esto, Binet revisa cada uno de los acontecimientos reales que dieron paso a la Conquista y va torciéndolos para que la historia paralela que propone encaje. Por supuesto, se trata de un ejercicio de ficción, muy bien logrado, que otros escritores también han desarrollado, pero tal vez la fascinación que produce “Civilizaciones” es que nuestra historia es la que se tuerce y somos los americanos, los perdedores y humillados de la Conquista, los que resultamos reivindicados.
Imposible leer a Binet y no pensar en qué hubiera pasado si algunos acontecimientos de nuestra historia se hubieran dado de otra manera. ¿Cómo hubiera sido el Perú si Mario Vargas Llosa hubiera ganado las elecciones? ¿Y si hubiéramos derrotado a Chile en la Guerra del Pacífico? ¿Y si Sendero Luminoso hubiera tomado el poder? Las preguntas nos conducen por distintos caminos: algunas nos hacen transitar por un Perú más próspero, otras nos dibujan escenarios apocalípticos; pero todas, sin excepción, nos obligan a reflexionar sobre las decisiones que hemos tomado los ciudadanos y los gobernantes. Nos ponen en el punto en el que esos acontecimientos ocurrieron para preguntarnos por qué no hicimos las cosas distintas.
El pasado, como señala Laurent Binet, es una fatalidad. Ya nada se puede cambiar. Los hechos están ahí y nuestro presente es su resultado. Pero el futuro siempre será el reino de lo posible, el universo al que podemos dirigirnos tomando mejores decisiones.
Basta con mirar un segundo la situación extrema en la que nos encontramos para darnos cuenta de que nuestras vidas hoy serían distintas si se hubiesen adoptado medidas contra el coronavirus que se sugirieron hasta el cansancio y fueron sistemáticamente ignoradas: no se implementó un primer nivel de atención eficiente, no se construyeron las plantas de oxígeno necesarias para enfrentar esta segunda ola, no se instalaron las camas UCI que se habían ofrecido, no se consiguieron las vacunas a tiempo, no se fortaleció la red de ollas comunes y comedores populares que son una herramienta fundamental para sostener a la población vulnerable. La ministra Pilar Mazzetti señaló, en la última conferencia de prensa, que esta ola será peor que la anterior, que habrá más contagios y, aunque no lo especificó, que tendremos más muertos. Muchos no lo quieren ni escuchar, pero así será.
Cuando se escribe una ucronía se acepta que la realidad propuesta nunca se dará, porque no se puede cambiar el pasado. Pero en el caso de las medidas que han debido adoptarse para contener esta segunda ola del coronavirus, el pasado del resto del mundo, específicamente el de Europa, nos permitía predecir lo que iba a ocurrir acá. Ese pasado era nuestro futuro. Era la bola de cristal que anunciaba catástrofes que decidimos ignorar.
Durante la primera ola, era previsible que las cosas se hicieran mal: se lidiaba con el desconocimiento, todo era demasiado nuevo, el mundo entero experimentaba a ciegas. Pero nuestro mañana, que se presenta sombrío, está condenado por aquellos que, a pesar de las evidencias, se siguen negando a darle una vuelta de tuerca a esta realidad apocalíptica y se esmeran en seguir enroscándola hacia el mismo lado. Ese lado que mata de asfixia a los peruanos.
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