“La estadística nos muestra como un país en el que prevalece la desconfianza”, nos comentaba Catalina Romero durante una ceremonia en la que –gracias a su destacada labor como socióloga, autoridad y defensora universitaria– estaba recibiendo la distinción de profesora emérita en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Me emocionó verla contándonos detalles de su vida de estudiante y luego decana, ya que, en lo personal, ella me ayudó mucho cuando me iniciaba como profesor.
Una vez me llamó a su oficina y me sugirió que hiciera estudios de posgrado. “Estás demasiado cómodo sin avanzar, eso es peligroso”, me advirtió. Le hice caso y enfrenté el desafío, pero sobre todo aprendí dos cosas. Primero, que los obstáculos son indispensables para avanzar; y segundo, que los verdaderos líderes se preocupan por las personas a su cargo.
“Hoy la crisis nos encuentra desarticulados como país”, sostuvo al cierre de su discurso la doctora Romero, indicándonos que, pese a la mayor intercomunicación, nos costaba aún construir un proyecto común como nación. La frase de mi maestra me hizo pensar en las manifestaciones culturales que nos unen como peruanos.
Lo primero ha sido pensar en la religión común y en el mes morado como portador de la tradición de la procesión masiva del Señor de los Milagros, cuyo recorrido ha sido el de articular la tradición judeocristiana, inicialmente con la cultura afroperuana, la andina y su vínculo telúrico con el dios Pachacámac, los grupos criollos y los peruanos viviendo en el extranjero. La devoción que nos une al Cristo morado tiene un sabor a melancolía con la imagen del mesías sufriendo, su madre con una espada en el corazón y María Magdalena llorando, revelando no solo nuestra devoción, sino también nuestra culpa.
En el contexto de la procesión me llama siempre la atención cómo en nuestro medio no es muy clara la delimitación entre lo sagrado y lo profano, pues en torno a la procesión se vende comida al paso y se degusta el dulcísimo turrón de Doña Pepa. Nos gusta el dulce, pero en general nos gustan los sabores intensos que nos gratifican. Por eso, la gastronomía siempre nos gusta compartirla en grupo en torno a la mesa familiar o del amigo. La comida es lo segundo que nos une.
Lo tercero que nos une es el tema usual de conversación en la sobremesa, en las colas o en el mercado sobre la política. Lo tradicional aquí es decir “estamos mal”, “todos roban”, “hay corrupción por todos lados”. Esta es una gran paradoja, puesto que el descontento permanente, la apatía que genera la clase política y la eterna crítica que los congresistas despiertan parecieran venir de un país sin alternativa al voto o tal vez con poca alternativa al voto. No nos une el estar sometidos a un Estado, nos une más el estar en contra permanente de las instituciones del Estado.
El cuarto aspecto que nos ha unido es el fútbol, pero la verdad es que nos une como país en la mayor cantidad de veces como sufrimiento colectivo y algunas tantas como el goce de la victoria presente, pasada y hasta histórica. Ver a nuestro excelente arquero Pedro Gallese enfurecido arrancando a un joven hincha el celular con el que pretendía retratarse junto al gran Lionel Messi nos ha dejado sentimientos encontrados. Deploramos todo tipo de agresión, pero percibimos la frustración de Gallese al sentirnos derrotados en muchas canchas. Somos toda una intensidad contradictoria.
Si nos damos cuenta, los rituales que entre otros sentimientos revelan culpa y melancolía, sentido de derrota y frustración ante el poder son los que nos han venido uniendo. Nos faltan más rituales nacionales que nos vinculen en torno a la alegría de vivir en grupo y a las posibilidades de construir una nación más optimista que la que tenemos. Vale también reflexionar respecto a que todos los vínculos aquí planteados se articulan desde Lima, generando unión, pero promoviendo el sempiterno centralismo y, lo que es peor, marginación hacia la mayor parte del país.
Antes de colocar la medalla y entregar el oficio que convertía a nuestra querida Catalina Romero en profesora emérita, el rector de la PUCP, Carlos Garatea, reflexionó acerca de la necesidad de educar para una cultura solidaria, dialogante y afectuosa. Incluso mencionó una cultura social que diera espacio al amor. Me sorprendió que mi sentimiento favorito estuviera presente en un discurso brindado en un acto académico, pero me llenó de esperanza. Es cierto que nuestro rumbo debe ser el de promover una educación que no sea la simple acumulación memorística de datos, sino también un vehículo para aprender a reflexionar y dialogar con empatía, con preocupación por los demás y por entender, como decía nuestro recordado maestro Alberto Flores Galindo, que el hecho de “discrepar es una forma de aproximarnos”.
Cuando terminó la ceremonia salí hacia el patio y por la vía principal de la universidad vi a jóvenes de todas las procedencias formando un paisaje colorido y me quedé observando que muchos llevaban un patito de juguete amarillo sobre sus cabezas. Un adorno que se ha puesto de moda este año y que resulta muy simpático porque la graciosa avecilla tiene en la base un resorte y se menea al ritmo de la caminata de quien lo porta. Todos con un patito en la cabeza, me hizo pensar que tenemos derecho a pensar diferente, pero como se había sugerido podríamos llevar integrado en nuestro pensamiento común la solidaridad, el diálogo y la ternura, mismo patito amarillo sobre la cabeza. Creo que me compraré uno y lo usaré en mi sombrero.