Lo dice un viejo proverbio: cada vez que señalamos con nuestro dedo, hay tres dedos señalándonos a nosotros. Hagan la prueba. Esto se está haciendo más patente ad portas de celebrar el bicentenario de una independencia, que, vistos los eventos de las últimas semanas, no deberíamos celebrar.
En lugar de reconocer al ganador de las elecciones, se ha promovido un discurso de fraude y se ha generado una arena de confrontación, donde se evidencia la realidad que ha tenido la difícil república que históricamente hemos recorrido. En donde se suponía que las estructuras sociales llevarían a cabo un cambio de las estructuras mentales, pero estas parecen haberse enquistado desde la colonia. Se sugiere que el voto rural no es válido y que se debe recurrir a profesionales limeños para hacer cumplir una ley solo para imponer la propia voluntad de la ciudad. Esta situación es un eco de lo que en 1615 el cronista indígena Felipe Guamán Poma de Ayala reveló en una carta enorme al rey Felipe III, al ver que las autoridades españolas se mostraban omnipotentes y crueles ante la población conquistada, rematando la denuncia con una frase reveladora: “Mundo al revés es señal que no hay Dios y no hay rey”.
La conquista del Perú fue un acto definitivamente brutal y la situación que lo marcó fue la injusticia que tuvo que padecer la población andina frente a un invasor que no solo la despojó de su territorio, sino que la sumió en un vínculo de explotación. A diferencia del caso mexicano, donde la capital virreinal se construyó sobre Tenochtitlan, en el Perú, con la conquista se movió la capital administrativa de Cusco a Lima y se generó una distancia social que demarcó, por orden del virrey Toledo, la división de “república de indios” y “república de españoles”. Estamentos separados que garantizaban la construcción de un orden social vigilado que no evitó el mestizaje, las interacciones, las violaciones y la resistencia. Guamán Poma había sido preciso, el mundo se había puesto “al revés”, y quienes eran dueños de la tierra ahora pasaban a ser sirvientes.
El proceso emancipatorio trajo consigo una república que buscó desterrar, en teoría, las ideas de generar separación entre “indígenas” y “españoles”. El término que se optó es uno que conocemos muy bien y que fue de origen criollo: ciudadanos. Pero si observan las seis primeras letras del nuevo concepto, descubrirán que de arranque se ha privilegiado al habitante de la ciudad como depositario de deberes y derechos, y ya desde la república, el concepto parecía sugerir, como en la práctica lo hizo, que las personas debían, injustamente, dejar su propia cultura, su territorio y su idioma para poder acceder a los beneficios que la independencia les daba. Peor aún, ante la amenaza de la nueva “igualdad” que las leyes republicanas imponían, las élites criollas, por miedo a sentirse “invadidas” por el campo (un miedo constante que parece no desaparecer desde la colonia), desarrollan un racismo nada legal, pero tampoco nada sutil, que estira los prejuicios coloniales y que, como vemos, no desaparece en nuestros días.
En antropología se usa una categoría denominada etnocentrismo, que define la tendencia de juzgar otra cultura desde la perspectiva de quien emite el juicio. Usualmente, el etnocentrismo es frecuente porque uno generalmente vive permanentemente al interior de una única cultura y si no la considerase la mejor, no la transmitiría a su descendencia. Sin embargo, ese mismo etnocentrismo es el que ha generado conquistas, invasiones, enfrentamientos étnicos, racismo y todo tipo de prejuicios sociales. En el Perú no tenemos que salir del territorio (a veces ni siquiera de la ciudad) para evidenciar nuestro etnocentrismo enfrentándonos y juzgando a todos pretendiendo saber más. No sin humor, José María Arguedas publicó en este mismo Diario, pero en 1966, un irónico “Canto a algunos doctores”, donde se mofaba de los prejuicios citadinos hacia el campo:
“Dicen que no sabemos nada, que somos el atraso, que nos han de cambiar la cabeza por otra mejor.
Dicen que nuestro corazón tampoco conviene a los tiempos, que está lleno de temores, de lágrimas, como el de la calandria, como el de un toro grande al que se degüella, que por eso es impertinente.
Dicen que algunos doctores afirman eso de nosotros, doctores que se reproducen en nuestra misma tierra, que aquí engordan o que se vuelven amarillos.
Que estén hablando, pues: que estén cotorreando, si eso les gusta”.
Tenemos una oportunidad histórica en este período de construir una mirada como país, pensada desde fuera de Lima, que deje de ser el mundo al revés que Guamán Poma tempranamente notó, y entendernos como un país que no solo es un problema, sino, como Basadre lo sostenía, es una gran posibilidad.
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