El estancamiento de América Latina, que este año se proyecta crecer en 0,2%, es, sin duda alguna, un factor determinante del malestar que se extiende por toda la región. Sabemos que en el Perú el crecimiento no alcanzará siquiera el 2,5%, y sus consecuencias medibles más dramáticas se pueden anticipar en el espejo de lo sucedido en el 2017: reducción del empleo formal y alrededor de 300 mil compatriotas volviendo a ser pobres. Es obvio que el sistema político y la democracia no pueden avanzar en estas circunstancias. Pero más allá de lo obvio, está el fenómeno de la radicalización de la izquierda latinoamericana que, lejos de modernizarse y abrazar los valores institucionales y democráticos como lo hicieron muchos partidos de izquierda de los países avanzados, se sirven del estancamiento para socavar el orden democrático. En el Perú, el fomento abierto de la polarización y el conflicto social, el adoctrinamiento de la juventud y el recurso de la violencia se han convertido en los métodos para invalidar el sistema de economía social de mercado, consagrado en la Constitución. Se explota la patente incapacidad del Estado en lograr seguridad ciudadana, mejorar la salud, la educación y la infraestructura física, y así minar los cimientos de un sistema económico y social que ha traído todo el progreso del último cuarto de siglo.
Quienes así actúan reivindican el régimen estatista y autoritario que no solo sumió al Perú en la miseria, sino que le legó de herencia la Constitución de 1979. Durante los 13 años de vigencia de esa Constitución, que muchos quisieran revivir bajo el disfraz de “una nueva Constitución”, el ingreso por habitante se desplomó en 30% y la pobreza aumentó del 46% al 57,8% de la población. Lejos de promover la recuperación económica al término del régimen militar, la Constitución de 1979, en muchos casos, la impidió.
En la prédica de la izquierda arcaica, que desafortunadamente no ha tenido en el Perú el contrapeso de una izquierda moderna y democrática, se toma un concepto impreciso que llaman “el modelo neoliberal” al que atribuyen, paradójicamente, los problemas y los errores del Estado. En economía, un modelo no es más que un esquema simplificado para representar (normalmente en forma matemática) el complejo funcionamiento de una economía real. Y la palabra ‘neoliberal’ se usa normalmente para describir –de forma despectiva y equivocada– los postulados económicos del pensamiento liberal. Aquel pensamiento que postula un Estado minúsculo, donde absolutamente todo está guiado por el funcionamiento del libre mercado. Algo absolutamente ajeno al sistema económico que rige en el Perú. Si así fuese, no existirían el Banco Central de Reserva, la Superintendencia de Banca, Seguros y AFP (SBS) ni el Indecopi, y menos aún las decenas de organismos reguladores de la actividad económica. Ciertamente, tampoco existiría la Ley del Procedimiento Administrativo General (Ley 27444) la que, en sus 158 páginas, no solo define las reglas de acceso al mercado, sino que otorga al Estado injerencia, de manera perjudicial en muchos casos, para la regulación de los miles de aspectos que condicionan la interacción económica de los “administrados” (léase nosotros) en la vida diaria.
El verdadero ‘modelo’ que rige la vida económica en el Perú está plasmado en los Principios Generales del Régimen Económico y otras normas contenidas en la Constitución. Los aspectos medulares de este régimen y de estas normas colocan a la estabilidad económica como fundamento esencial para el progreso económico y social. Estos detallan de manera precisa cómo garantizar la sostenibilidad fiscal y la protección del valor de la moneda nacional. En ellos están, entre otras normas, la independencia del Banco Central de Reserva y la prohibición expresa de que este financie al fisco, así como las reglas para el financiamiento y el endeudamiento público. Es decir, aquello que ha labrado la fortaleza macroeconómica, el crecimiento y la muy baja inflación de la que viene gozando el Perú durante más de dos décadas. La iniciativa privada se establece como fuente fundamental de la producción de riqueza y se le da al Estado la tarea de promover la libre competencia, impidiendo el abuso de cualquier posición dominante en el mercado. La integración comercial y financiera con la economía mundial, la legalidad de la tenencia de moneda extranjera, la igualdad en el tratamiento de la inversión extranjera y un sistema de impuestos simple y universal constituyen aspectos centrales en la Constitución.
Es fácil ver que lo que se ha descrito son las características propias de todas las economías que han alcanzado el progreso económico y social. Sin embargo, se trafica demagógicamente con el anhelo ciudadano por mayor seguridad, servicios básicos, empleo, igualdad de oportunidades e igualdad ante la ley. El cambio de Constitución se vende como la panacea para alcanzar ese anhelo, cuando el único objetivo es satisfacer el ansia estatista y totalitaria de sus proponentes.