Ser peruano en un Mundial es conseguir entradas de reventa para los estadios, ponerse la camiseta blanquirroja, envolverse en la bandera bicolor y competir en la segunda división del entusiasmo con hinchas de Finlandia, Angola y El Salvador (es decir los dolidos países que duermen en el purgatorio de los que nunca estarán). Si a algunos les pareció exagerado el abrazo de Eugenio Derbez al fanático sufrido de este país deberían ver lo que ocurre en los Fan Fest de la FIFA o en las calles de las ciudades mundialistas. Decirle a chilenos, argentinos o colombianos que eres peruano en un Mundial es como anunciar públicamente que padeces una enfermedad terminal. Ven hermano, ya está, para Rusia será. Es en ese momento cuando despiertan las ganas de agarrar una guitarra y alzar la voz para cantar: soy peruano pero no me compadezcas.
Ser peruano en un Mundial es recibir bofetadas de la realidad cuando ves triunfar a técnicos como Jorge Sampaoli y Jorge Luis Pinto (quien se tomó la foto con la camiseta de Alianza Lima porque tirarle una camiseta de un equipo de este país es parte de ser peruano en un Mundial). Es inevitable entregarse a la nostalgia pelotera y a la triste estadística cuando te enteras que James Rodríguez jugó en un Sudamericano Sub 17 que tuvo como mejor jugador a un tal Reimond Manco. Un peruano en un Mundial escribe en su cuaderno quinientas veces lo que pudo ser y no será.
Ser peruano en un Mundial es regresar a tu país con la emoción máxima de un torneo inalcanzable pero también con la peor de las noticias. Estar en cada escenario mundialista y ver algunos partidos de esta competencia es suficiente impulso para concluir que el Perú primero podrá llegar a Marte antes que clasificar a una Copa del Mundo. Somos últimos de Sudamérica (Bolivia hasta tiene un equipo en las instancias finales de la Copa Libertadores) y no hay Chapulín Colorado disfrazado de técnico que pueda salvarnos. Solo nos queda reinventarnos desde cero y seguir los modelos de éxito de nuestros buenos vecinos. Acéptalo Perú, Chile fue más.
Ser peruano en un Mundial es cerrar los ojos e imaginar lo imposible. Tararear el himno de tu país que nunca escucharás, ensayar el cántico de barra que jamás sonará. Es hacer de la ponzoñosa envidia (porque la envidia sana no existe) tu pecado capital de cada cuatro años. Es preparar las maletas de regreso, respirar hondo y convertirte en Zavalita de “Conversación en la Catedral” para preguntarte con repentina ingenuidad: ¿Cuándo se jodió el Perú?