Ayer, bajo el formato de stand-up comedy, la alcaldesa Susana Villarán anunció su candidatura a la reelección. Con una alianza de ‘leftovers’ de izquierda y de centro, Villarán busca posicionarse como la alternativa frente al –hasta ahora– favorito Luis Castañeda. Para ello ha planteado una estrategia de polarización que superpone dos ejes: al ya desgastado y superado discurso de honestidad versus corrupción le suma, esta vez, el de continuidad de las reformas versus retroceso. ¿Será efectiva esta primera estrategia de campaña?
El eje honestidad versus corrupción ha sido deslegitimado por la propia Villarán. El incumplimiento reiterado de sus promesas y sus faltas –fechas de entrega de obras, su candidatura a la reelección y la contratación de regidores revocados como funcionarios– han devaluado aun más su palabra. Si bien ella tiene el legítimo derecho a buscar perpetuarse democráticamente en la alcaldía, existen fuertes incentivos para su (in)coherencia. Trascendiendo sus intenciones explicitadas, podemos prever motivos más mundanos para atornillarse al cargo: continuidad laboral de sus leales, fortalecimiento de sus cuadros políticos, permanencia de intereses empresariales-económicos asociados a la inversión en infraestructura, lenidad con la fiscalización de su gestión, etc.
El segundo eje tampoco es convincente. Objetivamente, Lima hoy es peor ciudad que hace cuatro años. Las reformas iniciadas bajo su mandato son aún incipientes. Contrariamente a su arenga, la reforma no muestra signos de concreción; de retroceso sí. La evaluación electoral de su gestión en la consulta de octubre la pilla con las manos casi vacías dado el ritmo aletargado de su administración. La recuperación de espacios públicos (cuyo símbolo es La Parada) parece insuficiente para convencer al elector limeño (cansado de evaluar una misma gestión – sobre la que se avecina una tercera apreciación–, tenderá a ser más crítico cada nueva vez). Así, Villarán dependerá más de su retórica (cuestionada) que de su acción gestora, lo que la debilita ante su principal rival (Castañeda), quien cuenta con una marca reconocida por infraestructura social.
Finalmente, el discurso de reforma versus retroceso es fallido por antiinstitucional. La proyección de viabilidad de los cambios en su exclusiva persona acude al caudillismo que tanto critica. Incapaz de delegar en otra figura de sus propias filas, Villarán imita a quienes siempre reprochó: personalista, mesiánica y utilitarista del poder. Su reelección es atrevida no por arriesgada sino por insolente e incoherente.
Por lo tanto, esta polarización falaz es fácil de romper por otros candidatos. De hecho, el éxito de un tercero dependerá de su habilidad para posicionar otros ejes al debate edilicio metropolitano. Las denuncias de corrupción contra Castañeda y la ineficiencia probada de Villarán pueden combinarse en un solo polo estigmatizable. A estas alturas, ambos candidatos tienen tantos ‘antis’ que pueden ser capitalizados por una opción que demuestre no solo recambio generacional, sino modernización de la ciudad en base a políticas públicas creíbles y a la asignación de un nuevo rol para el ciudadano limeño. El atrevimiento en estas elecciones no está ni en Villarán ni en Castañeda, sino en las alternativas lozanas prestas a madurar (¿Heresi? ¿Valenzuela? ¿Cornejo?).