Comparado con los tiempos de Pedro Castillo, lo que vivimos hoy es un periodo de relativa calma política. El golpista y acusado de corrupción manejó su gobierno en medio del caos y la impredecibilidad. Y, en contraposición, desde el Congreso venían interpelaciones, censuras y vacancias (además de proyectos populistas). Durante este periodo, la ciudadanía fue bombardeada y saturada de información. Unos y otros vivíamos con altas expectativas y angustias de lo que podía pasar al día siguiente. No hubo tregua luego del autogolpe y la llegada de Dina Boluarte. Al contrario, vino uno de los periodos más convulsos y dolorosos de nuestra historia reciente.
Luego, el caos político y la convulsión social a gran escala pasaron, pero todos los problemas estructurales del país no se movieron ni un ápice. Estos dieron origen a las protestas y varios otros están listos para estallar y recibir esa última gota que los desborde.
No es cierto, entonces, que la crisis ha concluido, como dijo la semana pasada el primer ministro Alberto Otárola. Lo que hay es un periodo, aún corto (cuatro meses, pero parecen muchos más), de relativa estabilidad, que puede explicarse en parte por la apatía y el rechazo de un sector mayoritario de la ciudadanía a todo lo que viene de la política, y más si es que hemos estado tanto tiempo saturados por la misma. Se explica, también, en la ausencia de liderazgos y de caras nuevas. Antes de una elección, nadie quiere mostrarse y capitalizar de los errores y horrores de nuestros políticos. Hay miedo a terminar triturado y ser solo un político fusible.
Por supuesto que la aparente calma no puede explicarse sin el entendimiento político entre el Ejecutivo (el binomio Boluarte-Otárola) y la mayoría del Congreso, cuyo objetivo común es sobrevivir hasta el 2026. Por ahora, no habrá disparo de misiles entre los dos poderes del Estado. No les conviene, ya que la caída de uno implicaría la del otro en algo así como una muerte cruzada de facto. Y esto, de alguna manera, genera esa sensación de que en el Perú de estos meses ‘no pasa nada’.
El Congreso tiene a decenas de congresistas acusados de ser ‘Niños’, a diez parlamentarios acusados de ‘mochasueldos’, ha aprobado leyes que ni los legisladores saben qué dicen, ha elegido funcionarios sin credenciales y, lo más reciente, ha pretendido reformar más de 50 artículos de la Constitución para introducir la bicameralidad con un texto que incluye otras medidas y que solo pudo conocerse cuando se inició el debate (que nadie sabía que se realizaría ese día).
El Ejecutivo no se queda atrás. Fuera del mal manejo de las protestas, no ha logrado establecer una agenda mínima de temas que le den algún tipo de identidad. No se sabe a dónde va ni qué quiere hacer. Es una “combi en piloto automático”, como escribía Mabel Huertas en estas páginas hace unos días. No construyó su identidad con El Niño costero y el ciclón Yaku, y aún no ve la gran oportunidad que tiene para encauzar sus esfuerzos (incluso políticos) en la prevención y mitigación de los impactos de El Niño global. El norte y gran parte del país sufre el dengue y la mediocridad (hacia abajo) de muchos funcionarios se hace cada vez más evidente.
La estabilidad política es mejor que el caos, sin ninguna duda. Pero debe advertirse que nuestra aparente calma es frágil y que el ‘no pasa nada’ puede cambiar de un momento a otro, principalmente por actos propios del Ejecutivo o del Congreso.
Hay intención de reactivar las protestas sociales en julio. Es difícil que vuelvan a tener la resonancia que lograron a principios de año, pero tampoco puede descartarse por completo. El Congreso y el Ejecutivo parecen no haberse dado cuenta de que su respaldo es mínimo (13% y 16% según Ipsos-”Perú21″) y actúan como si flotaran en popularidad. Si siguen así, son ellos quienes, más pronto que tarde, saturarán a la ciudadanía de impunidad y destruirán rápidamente esta calma aparente.