El presidente impopular, por Alfredo Torres
El presidente impopular, por Alfredo Torres
Redacción EC

El indicador político más importante en un sistema democrático es la aprobación a la gestión presidencial. Incluso se afirma que su sola existencia y la regularidad de su medición es un indicador de la salud democrática de un pueblo. En el Perú, Ipsos –antes Apoyo Opinión y Mercado– efectúa esta medición mensualmente desde hace ya 30 años, las últimas dos décadas para El Comercio. 

La relevancia del indicador es que los gobernantes muy populares pueden ser fácilmente reelectos o conseguir apoyo para sus iniciativas políticas. Es el caso, por ejemplo, de nuestros vecinos de Ecuador o de Bolivia. Ha sido también la situación –en su momento– de Alberto Fujimori en el Perú, Hugo Chávez en Venezuela o, más recientemente, en Brasil y Cristina Fernández de Kirchner en Argentina. En la mayoría de esos casos, se trata de estilos presidenciales que combinan diversas dosis de autoritarismo con populismo, fórmula que suele ser atractiva en América Latina. La historia revela, sin embargo, que esas estrategias suelen agotarse cuando se acaba la ilusión económica o estalla la corrupción, que suele caracterizar a esos regímenes. Es lo que está pasando actualmente en Argentina, Brasil y Venezuela, donde sus líderes han tenido caídas estrepitosas de más de 20 puntos porcentuales. De haber gobernado por mucho tiempo con más de 50% de apoyo popular, hoy tienen entre 20% y 35% de aprobación.

Para analizar las situaciones políticas derivadas de la popularidad presidencial, es útil imaginar un código de colores, de azul a rojo. Aquellos que tienen más del 50% navegan en un océano azul y pueden gobernar con mucha autonomía. Es el caso de los poderosos Vladimir Putin en Rusia o Angela Merkel en Alemania; y fue también el caso de José Mujica en Uruguay, que se dio el lujo de legalizar la marihuana en su país. Aquellos que están entre 35% y 50% se encuentran en una zona verde, tienen un margen de acción para gobernar pero deben recurrir a su destreza política para lograr sus objetivos. Es el caso de Barack Obama en Estados Unidos, David Cameron en Inglaterra, Juan Manuel Santos en Colombia o Michelle Bachelet en Chile. Entre 20% y 35% los gobernantes pasan a una zona ámbar, donde son mucho más débiles y sus gestiones están sometidas a una gran turbulencia. Es el caso de Mariano Rajoy en España o François Hollande en Francia. Y, por supuesto, Ollanta Humala en el Perú. 

Por debajo de 20% de aprobación, los países ingresan a una zona roja, donde la estabilidad política está en entredicho y los gobiernos pueden caer. Democráticamente, en regímenes parlamentarios como los europeos; o en medio de una crisis política en regímenes presidenciales como los latinoamericanos, como podría ocurrir este año en Venezuela. El Perú ha sido la excepción a la regla porque Alejandro Toledo gobernó parte de su gobierno con niveles de popularidad inferiores al 20%, pero no cayó porque la oposición prefirió sostenerlo. El recuerdo de la debacle de Fujimori estaba muy cercano como para generar más inestabilidad política con una vacancia presidencial. Pero Toledo tuvo también la sensatez de gobernar con prudencia y convocar a políticos hábiles como a presidir el Gabinete, cuando la prensa le pedía que “dé un paso al costado”.

La aprobación de Humala está todavía por encima del 20%, pero en cualquier momento puede caer por debajo de esa cifra y pasar a la zona de peligro. Para evitarlo, le quedan dos caminos: el de la confrontación y el de la concertación. El primero supone enfrentar agresivamente a la oposición –como lo ha venido haciendo con la ayuda de sus ministros Urresti y Cateriano– y sumarle una dosis de populismo para ganar apoyo entre la población de menores ingresos. Sin llegar a la gran transformación, podría tomar medidas como el aumento del salario mínimo o sanciones a empresas impopulares que le permitan recuperar el apoyo de sectores de izquierda, con miras a recoger sus votos en el 2016. 

El segundo camino consiste en reconocer –como lo hizo Toledo– su situación de debilidad política, convocar a un Gabinete Ministerial conversado o, al menos, sin ministros irritantes para la oposición, y concentrarse en acelerar la inversión pública y privada de manera de concluir su gobierno con los mejores indicadores económicos y sociales que sea posible. Esta segunda estrategia le permitiría bajar el encono del aprismo y el fujimorismo –que podrían ser mayoría en el 2016– y, sobre todo, mostrar mejores resultados de este período gubernamental en futuras campañas electorales. Las próximas semanas serán cruciales para que Humala defina el camino que seguirá en los 500 días que le quedan para concluir su mandato.