Mientras escribo estas líneas, el país desconoce aún el desenlace del proceso de vacancia iniciado por el Parlamento. Y mientras el Congreso decide si le da el tiro de gracia al presidente de la República, es pertinente preguntarse cómo hemos llegado a esta situación, y si el proceso de vacancia iniciado desvirtúa o no la naturaleza del sistema político peruano.
En nuestro sistema constitucional el presidente, quien es jefe del Estado y de gobierno, es elegido por un período fijo de cinco años. Como en las demás democracias presidencialistas y semipresidencialistas del mundo, el jefe de Estado no está sujeto a la confianza del Parlamento. Durante su mandato, el Congreso no lo puede destituir salvo en caso de faltas graves. Por ejemplo, el artículo 113 de nuestra Constitución señala como causal de vacancia la incapacidad moral permanente.
En contraposición, en los regímenes parlamentarios, el primer ministro, quien es el jefe de Gobierno, es elegido por el Congreso. El Parlamento le puede retirar la confianza cuando así lo desee y obligar al Gobierno a renunciar.
En los últimos días, y durante el debate de ayer, hemos escuchado a congresistas de distintas bancadas enfatizar que la decisión de vacar o no al presidente es solamente política, que no se trata de un proceso judicial y que será en los tribunales donde Pedro Pablo Kuczynski deba saldar sus cuentas con la justicia. Tienen razón en que los números mandan: con 87 votos se pueden deshacer del presidente.
Sin embargo, el hecho de que la continuidad del mandatario se someta a una votación no debería significar que no haya que mostrar pruebas claras de que el presidente es responsable de haber cometido actos ilegales, en este caso ser “gestor de intereses propios o de terceros” o “ejercer actividad lucrativa” (artículo 126). En otras palabras, quienes buscan la vacancia deberían demostrar la culpabilidad del presidente sin quebrar el principio de presunción de inocencia.
Uno de los fundamentos básicos de nuestro esquema constitucional es la separación de poderes entre el presidente y el Congreso. Lo que esa separación busca es justamente blindar al presidente de mayorías legislativas adversas. Por eso es que, si como argumentan varios congresistas, solo priman los criterios políticos en el voto de la vacancia, estamos ante un parlamentarismo encubierto de mayorías calificadas. Y si bien existen buenas razones para cuestionarse si no es mejor optar por un régimen parlamentario, la realidad es que en la actualidad nuestro modelo institucional es otro.
En la última década, un debate central de la ciencia política en la región ha girado en torno a la “parlamentarización” del presidencialismo latinoamericano. Por esto se entiende el uso desmedido de la institución del ‘impeachment’ con el fin de sacar del cargo a presidentes impopulares o en situaciones de minoría legislativa. Algunos ejemplos del último cuarto de siglo son el de Abdalá Bucaram en Ecuador, Fernando Lugo en Paraguay y Dilma Rousseff en Brasil. Estos tres mandatarios fueron vacados utilizando criterios que en el caso de presidentes más populares o en situaciones legislativas más holgadas, habrían conducido a resultados distintos. Kuczynski comparte esa magra popularidad y la compleja aritmética parlamentaria.
¿Deberíamos entonces eliminar la vacancia de nuestro diseño constitucional? Claramente no. En algunas circunstancias puede ser la única salvación frente a un presidente autoritario o sobre el que no quedan dudas de actos indebidos. Pero mientras persistan las dudas, el deber de los legisladores es la responsabilidad de Estado. En el momento en que se dieron a conocer la semana pasada las transacciones de Westfield, el Congreso debió optar por investigarlas en la Comisión Lava Jato. En vez, decidieron poner inmediatamente en marcha el proceso de vacancia. ¿En qué podría ayudar al país un proceso de vacancia que se pone en marcha y se decide en siete días, sin una investigación legislativa previa? ¿Por qué no investigar primero y poner en marcha la vacancia más adelante de ser necesario?
El presidente Kuczynski no ha hecho una defensa del todo convincente y debe aún explicaciones. Pero una cosa es clara. Vacar al presidente en una semana sigue el precedente de otras experiencias oscuras en América Latina y sienta un pésimo precedente para nuestro futuro político. En el Perú parece quedar cada vez más claro que los presidentes están condenados a tener que ser populares y a contar con cómodas mayorías legislativas para sobrevivir. Eso no debería ser así.