(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Gonzalo Portocarrero

El 22 de julio se cumplieron 100 años del fallecimiento de . Aun careciendo de un partido u organización que haya recogido y sistematizado su legado, su presencia permanece viva en la gracias a la profundidad de su análisis y a la excelencia de su prosa, que han convertido en clásicos a sus textos y en icónica a su figura de luchador honesto y veraz. No ha sido, pues, el sustento estatal sino el apoyo popular lo que ha consagrado a MGP como uno de los grandes pensadores peruanos. Como el profeta de un inclusivo, como el intelectual que supo recoger y articular “esa urgencia por decir nosotros”; la amplia expectativa por constituir una sociedad donde más importantes que las diferencias sean las semejanzas y la solidaridad entre los peruanos. Su mérito obedece, sobre todo, a su sorprendente lucidez para calar en los males peruanos. Al punto que si tuviéramos que nombrar a una figura que, por la vigencia de sus juicios y apreciaciones, tenga relevancia hoy, no dudaríamos en señalar a MGP.

A diferencia de otras corrientes intelectuales, la establecida por MGP partió no de teorías o de visiones previas, sino de su propia experiencia como peruano y como un limeño de origen aristocrático que, además, había asimilado profundamente el mensaje evangélico de igualdad sustancial entre los seres humanos. Gracias a esta visión de las cosas, pudo indignarse y escandalizarse ante la preservación –apenas embozada– de las jerarquías raciales, propias del mundo colonial, que se encontraban vigentes en la Lima colonial de la naciente república.

La constelación de problemas sobre los que la obra de MGP llamó la atención se referían, sobre todo, a la inconsecuencia de la aristocracia; a su prepotente barbarie, bendecida por un catolicismo “africano” que se encontraba lastrado por atavismos supersticiosos pero carente de espiritualidad. Un pensamiento incapaz de inspirar una moral que sirva de guía para toda la humanidad. En este contexto, MGP le da gran importancia a los individuos y a las decisiones personales. “Hay que sanearse y educarse a sí mismo, para quedar libre de dos plagas igualmente abominables: la costumbre de obedecer y el deseo de mandar. Con almas de esclavos o de mandones, no se va sino a la esclavitud o a la tiranía”, escribió.

La apelación de MGP a la virtud personal para construir una sociedad basada en la justicia y en la armonía puede sonar ingenua. Pero ¿acaso había otra solución? Aunque pueda haber coqueteado con la violencia, MGP confiaba mucho en el lenguaje y en la persuasión como para afirmar que él creía en la guerra. De modo que, pese a lo categóricas que pueden haber sido, sus afirmaciones eran sobre todo advertencias y llamados de atención que buscaban evitar la propagación de la violencia contenida en la entraña del colonialismo. De allí que confiara tanto en la generosidad de la gente, sobre todo en la de los jóvenes, siempre susceptibles a la indignación y a la denuncia. “Nuestra forma de gobierno se reduce a una gran mentira, porque no merece llamarse república democrática un Estado en que dos o tres millones de individuos viven fuera de la ley”, afirmó.

De igual manera, MGP denunció la impostura de un Perú sin la participación dialogante –y decisiva– del mundo indígena. Y aunque no estuviera seguro sobre cómo podrían lograrse la profundización del mestizaje y el desvanecimiento del racismo, sí confiaba en que, a la larga o a la corta, el Perú se convertiría en una nación solidaria. En realidad, la sociedad peruana vivía dándole la espalda a la esencia de su ser, que era justamente la centralidad de lo indígena en su cuerpo social. De este ocultamiento y mentira nacía la falta de veracidad del mundo criollo, la irrefrenable tendencia a la corrupción y el hecho de que la realidad de las cosas fuera tan distinta a como se proclamara. Y que todos, además, estuvieran acostumbrados a ello.

Pero el reconocimiento de la trascendencia de la figura de MGP se va abriendo paso. No solo por el orgullo que produce la contundencia y la felicidad de su expresión, sino también por el reconocimiento internacional que su obra despierta. Un ejemplo de esto es el del profesor estadounidense y de la profesora francesa .