Los procesos antiterrorista y anticorrupción nos han enseñado a ver la justicia como si fuera un capítulo más de la lucha épica entre el bien y el mal. Impregnados por esta imagen mítica, identificamos la inocencia con el reconocimiento colectivo de la bondad del acusado, y justificamos casi automáticamente la condena de todo aquel que haya sido etiquetado como “villano” por algún sector importante de la opinión pública. Y lo hacemos por cierto casi sin reparar en los detalles del caso que se haya propuesto a discusión. La propia voz ‘inocencia’ que empleamos para explicar la causa de una absolución connota en castellano una bondad subjetiva, un merecimiento moral a no ser condenado que no aparece, por ejemplo, en el ‘non guilty’ que usan los jurados anglosajones para desestimar casos insuficientes, y no corresponde a lo que se busca, en teoría, en un procedimiento judicial equilibrado.
Hay por cierto una serie de disfunciones que afectan la calidad de nuestro sistema de justicia. Entre ellas se cuentan fenómenos tan visibles como la corrupción, el burocratismo y un enorme etcétera adicional. Sin embargo, la subjetividad impregnada en esa forma mítica de ver lo justo como bueno resalta, en tanto sugiere que reglas “duras” y fundamentales como la defensa, la prescripción y las limitaciones impuestas a la investigación criminal son en realidad meras coartadas retóricas vacías de contenido moral. El funcionamiento de un sistema legal equilibrado exige corregir esta enorme distorsión.
El Caso De la Cruz vs. Pastor presenta una oportunidad especialmente importante para discutir estos asuntos. En este, una persona simula pedir asesoría a un abogado con fama de arrogante, intentando por sí misma crear pruebas del modo en que procede. De la Cruz no quiere realmente que Pastor sea su abogado. Y los registros que obtiene muestran, sin duda, que Pastor se excedió, por decir lo menos, al presentarse a sí mismo exhibiendo capacidades que acaso nunca tuvo en realidad. Algunas de las cosas dichas durante la conversación parecen no ser ciertas. Otras son claramente inapropiadas, pero las expresiones registradas en la grabación no produjeron consecuencias fuera de la sala en que se emitieron. No puede afectar la imagen del sistema legal lo dicho ante alguien que no cree en su interlocutor, menos si lo busca simulando un falso interés en contratarlo. La escena es por cierto impúdica y vergonzosa, pero las reglas sobre trampas están hechas precisamente para escenas inapropiadas como esta.
Un particular cualquiera, si no es víctima ni testigo de un verdadero delito, no tiene derecho a proceder como procedió la señora De la Cruz. Si un particular honesto duda sobre lo que hace un profesional cualquiera, entonces debe buscar a las autoridades, no proceder por su propia cuenta. El sistema de justicia no está organizado para ser caja de resonancia de particulares que buscan escándalos. Por lo demás, un investigador oficial tendría que haber procedido de manera distinta si el objetivo hubiera sido saber si Pastor era un traficante de influencias o solo un abogado de maneras inapropiadas.
Pastor tiene ganada la imagen de bravucón que se le ha asignado en estos días, pero los juicios penales no son concursos de popularidad. Su antipatía no es razón suficiente para enviarlo a prisión. El Caso De la Cruz tampoco.