Como una reacción en cadena de explosiones preparadas para detonar en serie, una tras otra, hemos visto lo ocurrido con las protestas masivas y violentas en varios países de América Latina en las últimas semanas. ¿Qué nos pasó? ¿Acaso dejamos de ser “el continente de la esperanza”, como nos bautizó el papa Pablo VI en 1966?
En febrero de este año, Haití, un país en el que preferimos no pensar cuando hablamos de la región, abandonado a su (mala) suerte y su desgracia histórica, se colmó de protestas exigiendo la renuncia del presidente Moïse cuando se supo que este, junto a altos funcionarios de su gobierno, se había robado la friolera suma de 3.800 millones de dólares prestados por la venezolana Petrocaribe. Las protestas se mantienen hasta la fecha.
En el Perú, finalmente se produjo el desenlace anunciado. El presidente Vizcarra cerró el Congreso de la República en medio de marchas públicas que se lo pedían a gritos, magullando una vez más –pese a que el amago de resistencia duró muy pocas horas– la gobernabilidad del país.
No acababa de secar la firma del presidente Lenín Moreno en el decreto que ordenaba el alza del precio de la gasolina cuando miles de ecuatorianos, con la población indígena a la vanguardia, se lanzaron a las calles para protestar por la medida. Las manifestaciones lograron tal intensidad que el presidente tuvo que trasladar su gobierno a Guayaquil y, luego, derogar la medida.
El incremento en cuatro centavos de dólar del pasaje del metro de Santiago fue el inimaginable mecanismo que gatilló una reacción social violenta que produjo el incendio de varias estaciones del metro y de autobuses, saqueos a centros comerciales y la represión del ejército y la policía, con el saldo de una veintena de muertos hasta la fecha, en que dichas manifestaciones continúan.
No satisfecho con haber estirado el chicle electoral hasta el extremo de su autoritarismo para reelegirse por tercera vez, el presidente Evo Morales, al advertir que no ganaría en primera vuelta, suspendió el conteo rápido y, oh sorpresa, cuando este se reanudó a las 24 horas, llevaba la ventaja que necesitaba para proclamarse ganador. La indignación por el burdo fraude se expresó en revueltas públicas que se han cobrado dos vidas hasta el momento.
Huelgan comentarios sobre las multitudinarias protestas públicas en Venezuela contra la mafia de Maduro, las que se han ido diluyendo en el tiempo por el cansancio que genera la prolongación de la caída del régimen.
La agitación social en Honduras por las acusaciones a su presidente, la vergonzosa capitulación del presidente mexicano López Obrador ante el narcotráfico, las afrentas del populista Bolsonaro en Brasil y el frustrante retorno de Cristina Fernández de Kirchner al gobierno en la Argentina coronan un rosario de acontecimientos que han puesto a la región ante los ojos del mundo.
Son varias las explicaciones ensayadas para cada caso. La más compleja, sin lugar a dudas, es la de Chile, cuya imagen de crecimiento y estabilidad nos la creímos todos. La inequidad de un modelo económico que favorece a ciertas élites a costa de las mayorías, la bonanza generada por el ‘boom’ de los ‘commodities’ que vivimos en la década pasada y que permitió salir de la pobreza a vastos sectores de la población que hoy se ven regresando a ella por el estancamiento de las economías al término de la fiesta, el gasto para satisfacer necesidades creadas por la sociedad de consumo y el endeudamiento endémico para llegar a fin de mes son algunas de las respuestas planteadas por los analistas.
Es evidente que fenómenos tan complejos no tienen una sola explicación. Pero es innegable que hay un factor que está presente en todos los casos: el carnaval de la gran corrupción.
Los billonarios robos en Haití –de una inmoralidad extrema en un país devastado por dictaduras putrefactas y terremotos–, las corruptelas demagógicas de Correa que embalsaron la economía de Ecuador, la sucesión de presidentes y políticos corruptos en el Perú, los inusitados escándalos de corrupción en Chile que involucran a élites empresariales, militares y carabineros, las inconductas ocurridas en Bolivia al amparo del autoritarismo, la captura y saqueo del Estado Venezolano por una cleptocracia, entre otras realidades, expresan que, como el alfiler penetra transversalmente a la peineta, la gran corrupción ha atravesado a todos y cada uno de nuestros países.
Cabe preguntarse hasta cuándo permitiremos esta situación postergando las necesarias reformas estructurales que se caen de maduras. Entre tanto, queda la duda de si las masivas movilizaciones ciudadanas son solo desestabilizadoras explosiones emocionales de hartazgo o constituyen un nuevo y vital ingrediente en el complejo proceso de lucha contra la corrupción y construcción de sociedades más justas, lo que paradójicamente confirmaría que efectivamente somos el continente de la esperanza. Ojalá sea lo segundo.