Luego de la estrepitosa caída en la confianza empresarial ocurrida a partir del año pasado, la última Encuesta Mensual de Expectativas Macroeconómicas correspondiente a julio, y publicada por el Banco Central de Reserva (BCR) el viernes pasado, nos trae una buena noticia: las expectativas empresariales han dejado de caer e incluso 11 de los 22 indicadores utilizados para medirla muestran una mejoría. El indicador de expectativas para el desempeño económico para los próximos tres meses aumenta casi un punto y logra superar ligeramente la frontera que separa el tramo pesimista del optimista. Los resultados respecto de las expectativas para los próximos 12 meses muestran una mejora aun mayor, mostrando un índice que sube más de 3 puntos respecto al de junio, para ubicarse en 60,8, ya francamente en el sector optimista. Coincidentemente, el BCR nos anuncia que, a base de indicadores adelantados (consumo de cemento, producción de electricidad etc.), el crecimiento económico de julio será mejor.
Desafortunadamente, el próximo viernes recibiremos confirmación de que en junio la economía creció a su menor tasa en los últimos cinco años: probablemente 1% o algo menos. El hecho de que el BCR pronostique, a base de indicios positivos ya disponibles, que en julio el crecimiento será mayor no impedirá que el mal dato de junio (que es historia pasada) devuelva a muchos empresarios de regreso a la montaña rusa emocional de las dudas respecto del futuro de nuestra economía.
A diferencia de muchos colegas, creo que, en un país como el Perú (que sufre de carencias y debilidades institucionales y que tiene un Gobierno que ha mostrado permanentemente una actitud ambigua ante la inversión privada), el sentir empresarial, su confianza, su estado de ánimo y hasta su humor influyen de manera determinante en las decisiones de inversión. Es a este fenómeno al que Keynes se refirió al hablar de los “espíritus animales” (refiriéndose al alma, del latín ‘ánima’), a los que consideró motores, en gran medida, del comportamiento empresarial.
Es francamente irónico que en los últimos años hayan coincidido en el Perú, por un lado, condiciones económicas excepcionales para el posible enorme impulso positivo a esos espíritus animales y, por otro, un Gobierno que, queriéndolo o no, haya hecho todo lo posible para refrenarlos.
No me detendré en señalar aquí la larga lista de actos, expresiones políticas, declaraciones oficiales, omisiones y ambigüedades que han creado desánimo en la inversión privada. No sorprende, entonces, que esta inversión haya pasado de crecer una tasa de más de 13% por año en los últimos diez años a hacerlo a una tasa que probablemente no superará el 1% en este año.
No pretendo desconocer el impacto negativo de la disminución en los precios de los metales en la inversión, pero las decisiones de inversión son por lo general decisiones binarias (invierto o no invierto) y los precios actuales de los metales siguen permitiendo rentabilidades atractivas para la inversión, aunque claramente las utilidades de las empresas y los impuestos que pagarían con precios más altos serían mayores en la etapa de producción, pero su contribución al crecimiento sería igual en la etapa de construcción si el inversionista decide ir adelante.
Es la preocupación por el entorno sociopolítico, sobre el cual el Estado puede actuar, un claro causante del freno en la inversión. Ello se ve con claridad en los ránkings sobre minería del Fraser Institute que colocan al Perú en el puesto 20 entre los países con potencial minero, dadas las políticas actuales del país, pero en el puesto 5 en el caso hipotético en que se aplicasen mejores políticas públicas relacionadas con el sector.
Es el dinamismo de inversión privada en todos los sectores la que, en años recientes, agregó hasta 5 puntos a nuestro crecimiento. Si el Gobierno tomara plena conciencia de su importancia, su reacción ante el enfriamiento económico debiese ser la de profundizar medidas como las lideradas, en junio pasado, por el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) dirigidas a eliminar trámites absurdos, facilitar, promover y dar seguimiento a los proyectos de inversión. En cambio, se ha optado por actuar con medidas de incentivos a la demanda, las cuales solo tendrán efectos de corta duración, además de enviar, una vez más, un mensaje negativo de recelo y falta de convicción ante la inversión privada como motor del crecimiento; renovando la fe en el Estado y el gasto público como solución al actual enfriamiento económico.