(Ilustración: Rolando Pinillos)
(Ilustración: Rolando Pinillos)
Fernando Berckemeyer

“Sin complejos”. Algo así tiene que haber sido la idea detrás del video en el que Keiko Fujimori volvió a negar, con el emblema de su K al costado, ser “la señora K” a la que se referían los ya celebérrimos audios de nuestra corrupción judicial.

No había que ver la grabación para saber que la elección era mala. Existen complejos cuando hay ideas que uno se hace sobre la realidad que distorsionan su comportamiento. Cuando lo que hay es pura realidad, lo que conviene, si la aceptación no es una opción, es la prudencia o, en todo caso, la astucia. Pero no el “sin complejos”. De lo contrario ocurren cosas como ese video: se puso la bandera de la K por delante para que esta fuera la del no-tengo-nada-que-temer, y acabó siendo la del caradurismo.

En cualquier caso, es profundamente desafortunado que se aludiera a Keiko Fujimori y a congresistas de su partido en estos audios. Particularmente porque eso ha puesto el tema en el centro de la lucha de facciones que protagoniza nuestra política y, al hacerlo, ha complicado sus de por sí ya difíciles posibilidades de solución.

La verdad es que la crisis de nuestro sistema de justicia es hace tiempo un componente estructural de nuestra realidad y está más allá de las circunstancias de nuestra política.

De hecho, estos audios han generado escándalo porque las voces, igual que las imágenes, nos muestran en carne y hueso lo que las estadísticas solo pueden decirnos abstractamente. Pero los datos han estado siempre ahí. En el Índice Global de Competitividad, por ejemplo, el Perú ocupa el puesto 129 de 137 países en la categoría “eficiencia del marco legal para resolver disputas”. En el Latinobarómetro, por su parte, nuestro Poder Judicial obtiene la peor percepción de corrupción de toda América Latina, lo que es decir bastante. Y posiciones de este tipo son las que hemos tenido sistemáticamente desde que existen los registros de ambos medidores.

Las consecuencias que tiene esta situación de nuestro sistema de justicia son tan ubicuas que normalmente no las vemos. Están impresas en nuestra manera de ser, son parte de nuestros modos y costumbres. El sistema de justicia de un país –principalmente, el Poder Judicial, la fiscalía y la policía– es el garante de los términos de nuestra vida en común: el que hace valer, en cada caso, las reglas que se suponen rigen está vida. Si este garante no funciona, si la gente no confía en que va a hacer valer los derechos y las obligaciones, lo que pasa es lo que, para ilustrarlo con un ejemplo cotidiano, se ve en las calles de las ciudades peruanas. Es decir, un agresivo caos donde el que mete el carro queda impune y el que no mete el carro no avanza. Un mundo de incentivos al revés, donde el abuso y la viveza son premiados minuto a minuto, mientras que el respeto por el derecho del otro es castigado con la misma consistencia. Un criadero de aprovechadores en el que el más cívico acaba descubriéndose colmillos en el esfuerzo por defenderse.

Por supuesto, se trata de una situación que daña a todos los que tienen que circular por el Perú, pero más que a nadie a los que menos tienen para, por ejemplo, soportar económicamente las consecuencias de un choque mientras se mete el carro o se recibe la embestida del de al lado.

La dimensión económica del daño que todo esto supone para el país es, naturalmente, inconmensurable. Se puede resumir así: todo, absolutamente todo lo que existe en el Perú, tiene un valor castigado por la incertidumbre. Los derechos, después de todo, son siempre cosas que la autoridad nos garantiza frente a los demás. Si yo no puedo saber que cuando alguien me lo quiera discutir la autoridad reconocerá e impondrá mi derecho, lo valoraré menos que si lo tuviera seguro. Este es el impuesto más grande y más transversal que existe sobre los bienes de los peruanos: pobres y no pobres.

Pero la dimensión no económica es igualmente abrumadora. Si el Perú es ese partido sin árbitro donde suele ganar el que más empuja, ¿qué nivel de compromiso se puede esperar que tengan sus ciudadanos con él?

En conclusión, la corrupción que han mostrado estos audios no es la del algún piso o sector del edificio nacional. Es la de la piedra angular. La buena noticia es que parecen haber aparecido el contexto propicio para coger al toro por las astas y un presidente que reconoce en él su oportunidad (aunque está por verse que tenga el fuste para todo lo que implicaría tomarla). Como fuese, lo que está claro es que acá no habrá camino alguno al desarrollo mientras no haya los incentivos para que, volviendo al mismo ejemplo, los peruanos empecemos a conducir en nuestras propias calles como lo hacemos cuando migramos o viajamos al Primer Mundo.