Muchos peruanos queremos que Pedro Castillo rinda cuentas por el desmadre de su gobierno, plagado de ineficiencia y sombras de corrupción. O, si no, que se rinda, y nos deje tentar suerte con otro presidente.
Resulta irónico que ‘rendir’ pueda significar dar frutos o capitular. Salir a flote o dejarse hundir. La claridad o la oscuridad.
Más trágico resulta que el destino de 30 millones de personas dependa de la decisión de una sola. Pero aquí nos hallamos, semana a semana, acumulando violencia y plagios, colaboraciones eficaces y complicidades que lo son aún más, tan agotados del escándalo que aprendimos a convivir con él.
Mientras buscamos soluciones creativas a la crisis, esta muta; evoluciona y se hace más compleja. Se convierte en un ser vivo, acumula experiencia y desarrolla anticuerpos. No es improbable que pronto encontremos una varita mágica que, antes que crear nuevas realidades, destruya las existentes. Entonces creeremos que podemos, una vez más, construir de nuevo, cuando, en realidad, primero habrá que limpiar los escombros que se han acumulado.
Poco antes de la segunda vuelta electoral del 2021, muchos abogaban por un pacto de no agresión, una suerte de convivencia pacífica, en la que no se vaque al presidente ni se disuelva al Congreso. Parecía una enseñanza sana después de tantos ‘Kongresos’ obcecados, denegatorias fácticas de confianza, Vizcarras y Merinos. Han pasado menos de 12 meses y las únicas soluciones que nos proponen nuestros líderes políticos son la vacancia de Pedro Castillo y la desaparición de este Congreso que le compite en impopularidad, tumbándose la incipiente calidad universitaria, agujereando las pensiones de los peruanos, bendiciendo taxis colectivos y maldiciendo la educación sexual en las escuelas.
A veces me convenzo de que lo mejor es un adelanto de elecciones, hasta que recuerdo que nosotros elegimos a estos sujetos, y se me pasa. Y, más bien, me cuestiono si con cada corte abrupto no estamos sembrando más caos de corto plazo. El círculo vicioso va más o menos así: Tenemos malos presidentes, ministros y congresistas. Normalizamos prácticas o reglas que solo buscan castigarlos (Ej.: censuras y vacancias insólitas, prohibición de reelección parlamentaria). Nos libramos de los malos y entran los peores.
Así como más fácil es echar la culpa de todo a los políticos (y no asumir la nuestra), también parece más sencillo apretar el botón de reinicio y limpiar el tablero. Sin embargo, el borrón y cuenta nueva –ya deberíamos haberlo aprendido, a cocachos, los peruanos– no existe en la política.
Como si hubiésemos renunciado a la rendición de cuentas, la ciudadanía parece aletargada a la espera de un mesías. Si hace unos años los estudiantes universitarios se movilizaron para resguardar la autonomía del Banco Central de Reserva, ¿por qué no habrían de hacerlo ahora en aras de la calidad universitaria? Si en la falta de educación sexual y del enfoque de género se hallan las raíces de la violencia contra la mujer, ¿por qué no hacer plantones contra los congresistas que buscan abolirlos del currículo escolar? Si el presidente actúa impunemente y apaña a las mafias que se están cargando en peso al Estado, ¿por qué no exigir a los órganos de fiscalización como contraloría, Ministerio Público y Poder Judicial acciones efectivas, y al Congreso las reglas necesarias para facilitar su labor? ¿Por qué no marchar para exigirle al presidente de la República cambios inmediatos o, de lo contrario, su dimisión?
¿O acaso ya nos han vencido?
PD: Me despido de esta columna semanal para buscar la distancia y la paz mental necesarias para investigar y, en el futuro, escribir nuevamente. Agradezco a todos los directores de El Comercio que me ofrecieron este espacio, al equipo de Opinión por su gentileza y preclaros consejos, y a los lectores que me aguantaron por seis años.