"Entonces, tenemos que estrenar una resiliencia activa y vigilante, sostenible en el tiempo". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Entonces, tenemos que estrenar una resiliencia activa y vigilante, sostenible en el tiempo". (Ilustración: Giovanni Tazza)
José Ugaz

No es una palabra de uso frecuente, suena extraña, y hasta conozco alguna persona a la que incluso le desagrada su uso porque es difícil de pronunciar y no tiene un sonido armónico. A mí me parece una gran palabra.

Su origen viene del latín y tiene que ver con la capacidad de rebote. Se usó básicamente en la física para describir aquellos materiales que, luego de ser sometidos a cierta fuerza, como ser doblados, pueden recuperar su estado inicial. Luego llegó la psicología y se la tomó prestada para expresar la capacidad que tiene una persona para superar circunstancias traumáticas o estresantes, como la muerte de un ser querido. Los psicólogos y psiquiatras la utilizan para graficar la entereza de sus pacientes para sobreponerse a una situación crítica y adaptarse a una nueva realidad, lo que de alguna forma implica volver a la normalidad.

Hoy, se recurre a ella para hablar de procesos sociales, comunitarios y culturales. Los procesos resilientes aportan una nueva perspectiva sobre el desarrollo humano contraria al determinismo social, que permite a ciertas comunidades salir fortalecidas de las experiencias negativas.

En estos tiempos de pandemia, la escuchamos mencionar cuando se habla del desafío de adaptarse a la nueva realidad que nos impone el coronavirus, experiencia traumática que tanto miedo y disrupción está causando.

El Perú es un país resiliente. Qué duda cabe. Históricamente hemos pasado por muchas experiencias difíciles, algunas de ellas traumáticas, como el terrorismo y su secuela de muerte. Observar cómo, después de tanto salvajismo y destrucción, comunidades enteras han podido sobreponerse al miedo y al dolor para seguir adelante, nos llena de admiración.

Colectivamente logramos remontar esta fractura violenta, y a punta de emprendedurismo, en pocos años logramos posicionarnos como un país expectante en la región, sacando de la extrema pobreza a millones de compatriotas y mostrando índices de mejora económica indudable. Hasta que llegó la pandemia y nos borró la ilusión de un plumazo. ¿Qué imagen más gráfica que la de miles de peruanos caminando de regreso al lugar de donde salieron? Pero también aparecieron las ollas comunes y muchas otras experiencias solidarias, expresión vital de una resistencia a sucumbir ante el sino fatal, y buscar, en medio del desconcierto, una salida hacia adelante.

Lo ocurrido en las últimas semanas confirma nuestra entereza resiliente. Después de haber caído en lo más profundo de una crisis que puso en riesgo la viabilidad democrática del país, hoyo negro al que nos llevaron un grupo de impresentables congresistas agitados por una vana ilusión de poder, en una mezcla de prepotencia, avaricia y matonería, surgió una energía popular, mayoritariamente juvenil, que se volcó a las calles para demostrar que a pesar que los golpistas se llaman a sí mismos padres y madres de la patria, no representan a nadie.

Ni una semana duró el zarpazo. Lo que parecía que sería una nueva experiencia traumática en nuestra historia, fue fulminantemente derrotada por la ahora llamada generación del bicentenario, que armada con lemas como “No nos representan”, “Se equivocaron de generación”, “Atrás, atrás, Congreso incapaz”, “El kongreso es la pandemia que nunca termina”, “Perú, te quiero, por eso te defiendo”, entre muchos otros, pusieron término al aventurerismo de unos cuantos innombrables.

Y abrieron el camino para la transición democrática. En un déjà vu que nos transportó 20 años atrás, el mismo día que Valentín Paniagua recuperaba la democracia después de la caída del fujimorismo –22 de noviembre– apareció el nuevo presidente del Perú, Francisco Sagasti, intelectual y demócrata, pero, sobre todo, honesto, valor escasísimo en una clase política que se moviliza en niveles de cloaca.

De súbito pasamos de la frustración indignada y la oscuridad al entusiasmo de la luz, a la ilusión de futuro plasmada en un poema de Vallejo: “Considerando que el hombre es triste… es un verdadero animal… comprendiendo que le odio con afecto… le doy un abrazo, emocionado, ¡Qué más da! emocionado… emocionado…”.

¡Qué mayor resiliencia que el tránsito de los Merino, Alarcón, Burga, Chehade, Vega Antonio, Luna Morales y demás, a Sagasti, del discurso de plazuela al recital de poesía!

Pero la resiliencia no puede ser ingenua. Esto no ha terminado. Allí están todavía para recordárnoslo la ley de retiros de la ONP, la denuncia de Alarcón contra el vicepresidente del Congreso, la arremetida contra el ministro del Interior, los siete votos en contra del Gabinete y las amenazas de Podemos contra el presidente.

Entonces, tenemos que estrenar una resiliencia activa y vigilante, sostenible en el tiempo. Que el fortalecimiento de nuestras convicciones no deje de nutrirse sistemáticamente de nuestras malas experiencias, lecciones aprendidas, que le llaman. Será la única garantía de que llegaremos a la conmemoración del bicentenario con una patria posible, a la altura de nuestras aspiraciones por alcanzar el bien común.