El resultado de la votación ayer en el Congreso para adelantar las elecciones al 2023 hace casi imposible ser optimista respecto a una pronta solución a la crisis política. No solo porque ignorar uno de los principales reclamos de los manifestantes elimina la oportunidad de bajar la temperatura a las protestas y darle una molécula de oxígeno al gobierno de Dina Boluarte, sino porque queda clarísimo que la mayoría de fuerzas políticas prefiere seguir viendo a peruanos morir antes que ceder un milímetro en sus posiciones para buscar una salida consensuada a la crisis.
No queda duda de que el principal culpable de esta trágica semana y media es Pedro Castillo, que intentó romper el orden constitucional y dar un golpe de estado, pero sería bueno que también se hagan responsables los congresistas, que en estos 16 meses han estado más concentrados en antagonizar a sus rivales políticos que en contribuir con soluciones a los problemas del país.
Ayer, paradójicamente, bancadas como Avanza País y Renovación Popular, por un lado, y Perú Libre, Perú Democrático y Perú Bicentenario, por el otro, impulsaron cada una desde su extremo y con distintos objetivos que no se apruebe el adelanto de elecciones.
Los primeros justificaban su posición argumentando que se tienen que dar los plazos suficientes para realizar una reforma política; es decir, cambios a la Constitución y a las leyes electorales para mejorar la gobernabilidad del país. En las antípodas, Perú Libre y compañía exigían a cambio de su voto que se incluya la consulta sobre una asamblea constituyente. El punto en común, además de su intransigencia, es el no poder –o no querer– darse cuenta de que solo modificar las reglas no soluciona los problemas estructurales de nuestro sistema político y que la mayoría de peruanos no confía en que el actual Parlamento sea capaz de tomar ninguna decisión que no redunde en su propio beneficio.
Uno esperaría que los niveles de violencia que se viven en varias regiones y el saldo de más de 20 peruanos muertos les generasen algún sentido de urgencia a nuestras autoridades. Sin embargo, parece que los congresistas, la presidenta Dina Boluarte y su Gabinete viven en una realidad paralela en la que reuniones protocolares, tuits con condolencias y discusiones infértiles son formas válidas de hacer política en plena convulsión.
Lo que se requiere en este momento es pragmatismo y que el Ejecutivo y el Legislativo acuerden la mínima cantidad de cambios indispensables para el próximo proceso electoral, de modo que las reformas y/o la asamblea constituyente se conviertan en temas de campaña y los ciudadanos decidan el camino a seguir, eligiendo a un nuevo presidente y a un nuevo Congreso lo más pronto posible. Las autoridades deberán decidir, también con pragmatismo, quiénes conducirán la transición, teniendo en cuenta que la continuidad de Dina Boluarte y de la actual Mesa Directiva del Congreso parecen insostenibles.
Como en toda negociación, todas las partes deberían estar dispuestas a retroceder en algo por un objetivo en común: encontrar una salida a la crisis dentro de los cauces democráticos y evitar más muertes. Pero parece que ni en eso se pueden poner de acuerdo.