Pedro Castillo llegó al poder con una agenda no reformista, sino refundadora (si se me permite el eufemismo). Refundar el Estado es lo que significa convocar a una asamblea constituyente para reescribir los términos en que se ejercen los poderes constituidos (los límites al poder, el sistema de frenos y contrapesos). Ese objetivo, si bien hasta cierto punto improbable, no ha sido descartado en lo absoluto. De hecho, la nueva primera ministra Mirtha Vásquez es, al menos programáticamente, una entusiasta de tal despropósito. Lo califico así porque implica un garantizado desastre económico: todos los sondeos entre inversionistas coinciden en que es la mayor fuente de desconfianza para generar riqueza y empleo. Y políticamente podría suponer, además, un acto sedicioso si se emprende sin seguir el mecanismo previsto en el artículo 206 de la Constitución de 1993, que exige que toda reforma constitucional (con mayor razón, su sustitución integral) pase por el Congreso de la República.
No comparto, por cierto, la ingenua y sesgada aspiración de cierta derecha que pretende descafeinar al Gobierno de todo viso de izquierdismo. La democracia implica alternancia, y ha ganado una opción de izquierda. Pero se entiende que debe ser democrática y no delincuencial. El mayor problema de este Gobierno es que (i) se ha gestionado permanentemente al borde del autoritarismo y (ii) desafió la buena fe en la convivencia política al insistir tercamente en mantener a personajes ligados a Sendero Luminoso en puestos de altísima responsabilidad. Ambas conductas son intolerables en democracia y, en mi opinión, abrieron el camino hacia una vacancia justificada.
Es jurídicamente aberrante sostener que toda vacancia es un “golpe” si la figura está expresamente (pero también defectuosa, ambiguamente) contemplada en la propia Constitución. También es absurdo afirmar que es “incapacidad moral” cualquier cosa que caprichosamente digan 87 congresistas. Así, por ejemplo, no se podría vacar a alguien por ser homosexual –como quisiera cierto conservadurismo ultramontano– o por ser “hija de un criminal condenado” –como quisiera el antifujimorismo trasnochado– por más votos que se tenga, porque se violarían derechos fundamentales. Importa, pues, la causal. Un sistema democrático y presidencialista busca preservar la institucionalidad republicana y la estabilidad de quien ejerce la jefatura del Estado (no solo del Ejecutivo). Por lo tanto, “incapacidad moral” debe entenderse como aquellas conductas indicativas de un temperamento que pone en riesgo a la democracia y la estabilidad. El autoritarismo y el filosenderismo ciertamente califican.
Ahora que ha terminado la era Bellido, ¿han desaparecido esos riesgos? Un Ministerio del Interior en manos del abogado de Cerrón y compañía, y uno de Educación en las de un dirigente del Fenate, vinculado a su vez a Movadef (que no es otra cosa que Sendero Luminoso rendido), sugieren –además de los obvios conflictos de interés– que no del todo. Aunque, tal vez, el riesgo sea más acotado.
Uno de mis hermanos, exalumno como yo del Colegio Alemán, me hizo ver la similitud entre la conducta de Bellido y la obra de teatro “Cándido y los Incendiarios” (“Biedermann und die Brandstifter”). Es de uno de mis favoritos autores germánicos (suizo para más señas): Max Frisch (1911-1991). El protagonista lleva a su casa a dos pirómanos, pese a que desde el principio dejan claro que quieren prenderle fuego. A lo largo de la obra, Cándido se dedica a interpretar los dichos y acciones de sus delincuenciales huéspedes de maneras crecientemente absurdas e ingenuas para no admitir que se trataba de incendiarios. En las pasadas semanas, la piromanía de Bellido y Cerrón fue interpretada por representantes de la izquierda –la izquierda “moderada” y hasta algunos exponentes del centro– como expresión popular cuando claramente desafiaba la institucionalidad y hasta las más elementales normas de convivencia.
Pero el resto del país no estuvo dispuesto a comprarse las excusas y parece claro que la flamante primera ministra, a la vez radical en el fondo y cortés en las formas, pone fin a la etapa de descarada piromanía de Bellido. La pregunta que subsiste ahora es si se trata solo de un cambio de estrategia y los intentos de prender fuego pasarán del desenfado al disimulo. Habría que ser francamente muy ingenuo para creer que ya pasó lo peor. Hay, evidentemente, un cambio, pero no necesariamente es el final de la crisis.
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