La semana pasada comentaba en esta columna el debate en torno de la notoria crisis por el violento que asola las calles de Lima (al que llamé “el delito visible”), así como de la competencia entre autoridades ediles sobre quién tenía la solución más dura e inmediata. Llamaba la atención sobre el hecho de que esto nos aleja de la posibilidad de ponernos de acuerdo en políticas de estado duraderas en el tiempo que, bien implementadas, irían reduciendo la severidad del problema.

En esta ocasión quiero actualizar la reflexión sobre otro paquete de delitos: los vinculados a la , que podríamos describir como , dado que pasan por debajo del radar público.

Su primera modalidad fue la extorsión en las obras de construcción civil, cuando nuevos ‘sindicatos’ empezaron a cobrar cupos a los obreros para poder trabajar y a los empresarios para dejarlos hacer la obra.

De ahí se expandieron en una lógica de control del territorio. Esta cobra notoriedad hacia el 2007, en Trujillo, con las extorsiones a mototaxistas, taxistas y microbuses que requerían un sticker (‘comprobante de pago’ del extorsionador) para poder circular por la ciudad.

Hasta ese momento se hubiera podido encapsular el problema y quizás hasta erradicarlo. Ello, si en ese momento se hubiera comprendido que los extorsionadores se mueven en las alcantarillas del delito. Y que, por lo tanto, había que investigar a fondo para sacarlos al fresco. Pero no se entendió así, a tal punto que un ministro del Interior de ese entonces tuvo la ‘sabia’ decisión de enviar a policías de combate a enfrentarlos. ¡No había a quién! (Nota aparte: casi 20 años después, con Pedro Castillo, se repitió este absurdo y, por unas semanas, la tribuna aplaudió).

Hacia el 2012, el fenómeno había crecido explosivamente y ya era un tema nacional. Da cuenta de ello el dato de que a comienzos del siglo XXI en el Perú no existía el oficio del sicario, que es el brazo ejecutor del extorsionador, pero ya por entonces los había hasta debajo de las piedras y dispuestos a todo.

Un ministro del Interior de esos años sostuvo que esas matanzas entre no eran algo malo, porque así se reducía el problema. No se daba cuenta de que ello, más que una enfermedad, era un síntoma y que debajo de la superficie algo muy feo venía ocurriendo: el hecho de que los sicarios masacraban a sus competidores en disputa por algún territorio o castigaban a las víctimas que se resistían develaba esa realidad oculta.

Se lo dejó crecer y acabarlo en un plazo mediano se volvió imposible. De hecho, para esos años, ya estaba en casi todas las ciudades grandes del país. Y desde los transportistas, la extorsión se expandió a todo tipo de negocios, pequeños y medianos, formales o informales. Bodegas, ferreterías, peluquerías, restaurantes, colegios, talleres mecánicos y la lista sigue. Se daba más en la periferia de las ciudades, pero había ya evidencias múltiples de que se daba también en las zonas ‘modernas’.

La comprensión del problema y las posibilidades de actuar en serio empezaron a mejorar con la ley contra el crimen organizado, que facilitó que el Ministerio Público, algunas unidades especializadas de la PNP y la Digimin hicieran investigaciones a su amparo.

Cuando nos tocó hacernos cargo, avanzamos con el fortalecimiento de la referida ley, pero sobre todo con la creación de la División de Investigaciones de Delitos de Alta Complejidad (Diviac) que, trabajando de la mano de la Digimin y en estrecha cooperación con los fiscales contra el crimen organizado, realizó cientos de ‘megaoperativos’, como denominamos a la etapa final de los meses de investigación silenciosa de muchos equipos que trabajaban en paralelo para jalar la madeja hasta que toda la organización criminal fuese capturada.

En los años que siguieron, el trabajo de la Diviac y otras unidades policiales ha continuado usando la misma metodología con sus diversos jefes con resultados valiosos. Sin embargo, la Diviac en particular ha tenido mucha resistencia interna entre los mandos de la PNP, dado que su forma de trabajar ha dejado en evidencia la corrupción e ineficacia de otras unidades. En varias ocasiones se les quitó recursos y personal, justo cuando lo que se requería era exactamente lo opuesto.

El profundo daño que le hizo Pedro Castillo al profesionalismo de la PNP fue la cereza de la torta.

Así, si entre enero del 2015 y diciembre del 2017 hubo 292 asesinatos por , solo en el 2022 las víctimas fueron 1.500. A su vez, el INEI reportaba hace muy poco, en diciembre del 2022, que el 21,8% de los peruanos mayores de 15 años temía que en el 2023 podía ser víctima de extorsión; a saber, 5,5 millones de personas.

La pelea es, pues, cada vez más cuesta arriba.

Pero no hay mucho que inventar. Aquí, como en todas partes, al crimen organizado hay que enfrentarlo con métodos especiales de investigación como los mencionados. Una dificultad añadida que tenemos es la extrema fragmentación de estas organizaciones. Son cientos y por cada una que se desbarata hay otras en cola para reemplazarla.

Largo y difícil camino, pero no hay otro. El mayor riesgo, insisto, es no recorrerlo.




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Carlos Basombrío Iglesias es analista político y experto en temas de seguridad