Las cifras de aprobación del presidente Pedro Castillo reflejan el creciente aislamiento que enfrenta: solo un quinto del electorado lo respalda (19%, según la encuesta de Ipsos-América TV de abril). En solo un mes, su rechazo se ha incrementado en diez puntos porcentuales (llegando en abril a 76%), el mayor deterioro mensual de su aún breve mandato.
¿Significa ello que Castillo tiene los días contados? Muy a pesar de sus opositores más feroces, no. En ello inciden varios elementos que vale la pena revisar y que parecen un nudo muy difícil de desatar, sobre todo cuando se tiene al frente a una oposición carente de cohesión.
Primero, el suficiente número de escaños que controlan el oficialismo y sus aliados (ocasionales y firmes) dificulta –como ya se ha dicho en esta columna– que progresen acciones de control político. Es ilustrativo el tiempo que se ha tardado, por ejemplo, la recolección de firmas para lograr la interpelación del primer ministro Aníbal Torres.
En segundo término, con todas las limitaciones que muestra, Castillo y su entorno son conscientes de los recursos que controlan. La improvisada y autoritaria disposición de estado de emergencia en la capital, la noche del lunes 4, es un claro indicador de la desfachatada noción de poder. Fue suficiente la voluntad sin presentar ningún sustento.
Tercero, parece haber habido una inesperada consecuencia de la protesta del martes 5. Castillo tuvo que retroceder en su torpe decisión. Pero la marcha también tuvo el efecto de un desfleme, que –al menos por ahora– parece haber limitado las posibilidades de alguna manifestación nueva, como lo demostró la rala protesta del sábado 10.
Quizá este empate a cero (como lo describe con precisión Carlos Meléndez en entrevista con El Comercio, 20/2/2022) se pueda explicar en los bastiones de Castillo: el sur y el NSE E. En ambos conglomerados, activos en la movilización, Castillo presenta aprobaciones decrecientes (-7 y -6 respecto de marzo, respectivamente), aunque marcadamente superiores que en el promedio nacional: 37% en el sur (casi el doble) y 29% en el NSE E (+10).
En cambio, la oposición se anida en grupos regularmente apáticos. El rechazo es amplio en poblados, pero pasivos conglomerados geográficos (Lima, 88%; y norte, 80%), y en pequeños, aunque influyentes, sectores sociales (NSE A, 92%; B, 86%). El público juvenil (18-25 años) aún no activa su indignación, a pesar del bajo respaldo y alto rechazo a la figura presidencial (8% y 86%, respectivamente).
Estamos, pues, ante un mandatario que, aferrado a su sobrevivencia, parece principalmente empeñado en acumular un día más a su mandato, arropado por una opinión pública que le es adversa, pero que parece presentar una actitud indiferente. Un jefe del Estado que, aterrado por la turba, entre asustado y desconcertado, debe improvisar respuestas vacías.
Quizá valga una anécdota para graficar al régimen: el incómodo momento en que Castillo huye del Parlamento, la tarde del 5 de abril, con el pretexto de tener que firmar un decreto que nunca se emitió porque “ya no tenía ningún objeto”, como dijo luego el primer ministro Torres. Minutos antes, el vocero de Perú Libre, Waldemar Cerrón, pidió la palabra para alertar de que se estaba dejando ingresar a los manifestantes, algo que la presidenta del Parlamento negó enfáticamente. Aquello no impidió el evidente susto de Castillo que, pálido, aunque dudosamente sereno, apuró el paso hacia Palacio.
Aterrado, con una baja aprobación, enfrentando diversas presiones, con numerosos estropicios en la gestión, Castillo se apresta a reposar en el tercio (35% de los encuestados, según el sondeo de Ipsos-América TV) que aún cree que su mandato debe extenderse hasta el 2026 para seguir ocupando la Presidencia, algo que no necesariamente es sinónimo de gobernar.