(Ilustración: Víctor Aguilar)
(Ilustración: Víctor Aguilar)
Javier Díaz-Albertini

En los últimos días se ha escrito bastante sobre cuánto cala en la ciudadanía el asunto de la vacancia o renuncia presidencial. En términos generales, la idea que prima es que existe mucha apatía. Por un lado, en las encuestas no se ha encontrado una corriente clara de ‘abanderados’ de la renuncia o en contra a ella, como muestra María Alejandra Campos. Por el otro, vuelve a esgrimirse el argumento de que la mayoría de ciudadanos vive en desafecto con la política, como describe Carlos Meléndez. Todo esto deja la impresión de que la salud de nuestro sistema político –incluyendo la presidencia– tiende solo a preocupar a un pequeño sector de la población, especialmente los más ‘formales’.  

La apatía y el desinterés no son cuestiones nuevas o coyunturales, sino que reflejan aspectos estructurales de nuestro alicaído sistema político. Como es bien sabido, los años ochenta no solo fueron de fracaso económico, sino también del sistema de partidos y su incapacidad de fortalecer la democracia recién restituida. Nace así la antipolítica y Fujimori fue su principal abanderado. 

Nos convertimos en un país de ‘outsiders’ que compiten entre sí tratando de mostrar cuál está menos ‘contaminado’ por la política. Entran así montones de advenedizos por la puerta grande de la política formal. Sin partidos, ni programas, ni planteamientos ideológicos claros, pero con un gran apetito de ambiciones por colmar (sean propias, de sus familias, amigos y empresas). Como resultado, el distanciamiento ciudadano se ha vuelto mayor y el Estado está siendo capturado por grupos empresariales, mafias y sinvergüenzas. 

 ¿En qué ha resultado este distanciamiento? Bueno, hace poco más de diez años, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo realizó un estudio comprensivo de la democracia en el Perú. Una de las conclusiones principales fue: “La democracia y la política peruanas son todavía, como el bienestar de la gente, una cosa de pocos, semejante a un bien superior”.  

¿Ha cambiado significativamente esta situación? Si nos referimos a estudios más recientes, la respuesta –por desgracia– es negativa. En el Latinobarómetro del 2017, solo el 16% dice estar satisfecho con la democracia. Y siguen otros indicadores como la bajísima confianza en los poderes del Estado y una predisposición golpista por parte del 50% de la población. Pero, eso sí, en términos de perspectiva económica futura, somos el tercer país más optimista.  

Esta suerte de paradoja de ser un país con éxito económico pero con fracasos políticos alimenta la errada visión de que lo mejor para el Perú es seguir trabajando sin prestarle mucha atención al ruido político. El argumento es que los emprendedores –grandes y chicos– han continuado en la senda de la inversión y el crecimiento a pesar de los problemas políticos

A decir verdad, si a los agentes económicos realmente no les importa la política, entonces no son tan buenos emprendedores. La inestabilidad política sí afecta el crecimiento. Es cierto que primero afecta al formal, pero este representa el 80% del PBI y es la locomotora de la economía. El sector informal no nos puede sacar de una recesión, realizar medidas contracíclicas, ni pagar nuestra deuda pública. 

Pero no solo pensemos en el corto plazo. Una economía más productiva necesita de educación, salud y alimentación. Según el censo escolar 2017, el 74% de la matrícula en educación básica regular se concentra en escuelas públicas. Casi el 65% de los peruanos atiende sus problemas de salud en un establecimiento público. En el 32% de los hogares hay por lo menos un miembro que recibe apoyo alimentario. Incluso si hay sobreproducción agrícola y bajan los precios, se protesta para que el Estado compense. 

Ya es hora de superar la cultura política esquizofrénica de no querer un Estado fuerte (¡déjenme trabajar!) ni pagar impuestos, al mismo tiempo que se demandan servicios de calidad, mejor infraestructura y un incremento en la seguridad ciudadana. La calidad del gobierno nos atañe a todos y lo que suceda con la presidencia también. No podemos ser apáticos cuando el bienestar nacional está en juego.