Carlos Meléndez

En los mismos días en los que se definía al nuevo presidente de la del Congreso, buses de transporte público se despistaban en calles y carreteras causando muerte y zozobra. Según una investigación de este Diario, ha recibido 65 visitas de organizaciones de minería informal e ilegal desde enero del 2023, lo que ha tenido una influencia evidente en su iniciativa legislativa en la materia. Según otra investigación de este Diario, cinco personas mueren en accidente de tránsito en la vía Los Libertadores por accidentes causados por un transporte de pasajeros que transgrede el Reglamento Nacional de Vehículos. Estos hechos, aparentemente desconectados, responden a un problema estructural de nuestra bicentenaria república: cómo actores provenientes del sector informal –minería y transporte– afectan los destinos de nuestra política y nuestra sociedad.

El debate público tiende a abordar la problemática de la informalidad en su dimensión económica (evasores tributarios o fuerza laboral sin derechos sociales), llamando la atención sobre su efecto en la productividad. En realidad, el eje de discusión tendría que enfocarse en la relación cambiante entre el individuo y la ley; es decir, en cómo se regula la sociedad. En la década de 1980, este enfoque era el predominante ya sea por su dramatismo antropológico (“el desborde popular” de las normas criollas que reclamaba Matos Mar) o su excesivo optimismo legalista (la necesidad de adaptar nuestra regulación a las prácticas sociales emergentes, según Hernando de Soto). Paradójicamente, la preocupación intelectual por un fenómeno multidimensional en expansión fue volviéndose marginal. Hoy, salvo excepciones, carecemos de una lectura integral de este tema, signo de la crisis de las ciencias sociales peruanas.

Una de esas excepciones es el entendimiento de Danilo Martucelli de la sociedad desformal: la vida social incapaz de ser contenida en las formas anheladas (las regulaciones y el espíritu original impregnado en ellas). La virtud de este concepto es que permite captar la fluidez propia de la relación del individuo con la norma (su cumplimiento y su “sacada de vuelta” oportunistas) y de las interacciones entre los mundos formal, informal e ilegal. Además, expresa muy bien la naturaleza transitoria de la correspondiente acción individual, ese permanente análisis cálculo/beneficio que practicamos los ‘rational cholos’ y que nos conduce a tomar lo que nos conviene de los tres mundos indicados, sin que ello nos haga esencialmente “ciudadanos republicanos” (cuando se cumple con la ley o se protesta contra Merino) ni “cómplices de mafias” (cuando se conduce un bus que no ha pasado revisión técnica o se marcha contra ).

El énfasis transitorio de la acción individual en una sociedad de informalidad predominante produce una ética centrada en el relativismo. Un mismo individuo puede pagar una coima cuando esta es más aceptada socialmente o negarse a ser corrompido cuando hay sanción social. Por lo tanto, la práctica de su es, pues, relativa, tal como lo es su actividad económica (“Ser obrero es algo relativo” de Jorge Parodi ya va a cumplir cuatro décadas). A pesar de esta maleabilidad, difícil de ser encajada en esencialismos, las élites intelectuales insisten, vía sesudos análisis, en la estigmatización (“el está tomado por mafias”) o en la idealización (las protestas en contra de mis preferencias son interpretadas como “el despertar de la indignación”). Ninguno de los caminos previos desenreda la aparente paradoja del “primer poder del Estado” presidido por un “representante de la minería informal” (sic). Pues la realidad es más compleja: vemos cómo grupos de presión organizados (mineros artesanales, pero obviamente también traficantes de piedras preciosas) logran tener influencia a través del empleo de los canales institucionalizados (asisten corporativamente al Congreso, registran sus reuniones y hacen cabildeo como cualquier otro grupo de interés) y quizás también a través de maniobras corruptas. ¿En qué se diferencia un trabajador de la minería informal, que se organiza en federaciones y propugna sus demandas a través de legisladores, del ideal republicano del autogobierno y del ciudadano preocupado por los asuntos públicos?

No es mi propósito justificar la “lavandería política” de poderes ilegales (que los hay, obviamente). Pero sí demostrar la fluidez de lo legal-informal-ilegal, porque finalmente los avances legales que han hecho los mineros informales (y que usufructúan los ilegales) han sido sancionados por autoridades elegidas democráticamente y siguiendo los procedimientos constitucionales. Quizás eso es lo que más duele a quienes creemos en el desarrollo institucional. Pero es el precio que pagamos por una mirada exageradamente economicista a esta problemática y por lecturas –tan triunfalistas como naif– de nuestra sociedad. La teoría de que los ciudadanos republicanos constituyen un cuarto del país no duró ni un cuarto de hora, porque hoy tenemos más “informales” que antes en nuestra historia.

Las propuestas de salida han acusado de reformas legales tanto en materia laboral, tributaria y política, principalmente. Al igual que las sectoriales (como la de transporte público) se han chocado con una cruda realidad. Existe una suerte de fetichismo reformista que supone que con un ajuste por aquí y otro por allá contribuimos significativamente a la solución. A veces por excesivo entusiasmo; a veces también por ignorancia. Pero la mayoría de estas iniciativas se limitan a un enfoque sancionador o formalizador, sin invertir materia gris en la comprensión de la fluidez y transitoriedad de los patrones con que los individuos juzgan la ley, características inherentes de una sociedad desformalizada. Ahí radica gran parte de su ineficiencia.

La trascendencia de esta dinámica es mayor, pues la sociedad desformal da paso a una ciudadanía relativa, lo que se refleja en cómo se practican las reglas del régimen democrático hoy en el país, tanto a nivel de élites como de individuos. La normalización de la apatía, la perpetuación de la desafección, la dinámica electoral del “mal menor”, la ausencia de ‘accountability’, se originan, en gran medida, “desde abajo”. Se busca magnificar la capacidad manipuladora de grupos políticos, pero, así como no tenemos partidos, tampoco tenemos caudillos, sino una suma de individualidades lidiando con la incertidumbre, una situación predominante en el Perú y creciente en América Latina.






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Carlos Meléndez es PhD en Ciencia Política