Terco como una mula, por Roxanne Cheesman
Terco como una mula, por Roxanne Cheesman
Redacción EC

El título de esta nota no alude, como podría creerse, a nada político o gubernamental. Sintetiza una de las características del hibrido de yegua y burro, desaparecido hoy de nuestras calles, que fue por 400 años fundamental para la vida de la ciudad. Tema común para los viajeros que pasaron por Lima en los siglos XVII y XVIII, fueron las mulas, que circulaban por sus calles y representaban, por su gran cantidad, una amenaza para los peatones y un factor de contaminación ambiental (mulas muertas abandonadas en las vías).

A su obstinación –pues ante el cansancio o el hambre se detienen sin remedio–, el lenguaje popular añade a la mula la escasez de inteligencia (“torpe como una mula”), aunque se reconozca su fuerza y capacidad de labor (“trabaja como una mula”).

La mula es utilizada injustamente como símil condenatorio para el hombre, porque al igual que el asno y el caballo, le ha servido firmemente. Su capacidad de portar grandes cargas o halar enormes pesos es mayor que la de sus progenitores, sin el noble carácter que se asigna a estos. Ni Julio César cruzó el Rubicón sobre una mula para crear el imperio romano, ni Cristo entró en Jerusalén sobre una de ellas. Solo un hombre pérfido como Francisco de Carvajal, el Demonio de los Andes, montaba una mula en sus andanzas para la revuelta de los encomenderos entre 1544 y 1548.

Pero fueron las mulas las que, desde el inicio del virreinato, permitieron el comercio interoceánico con España, transportando hacia el Pacífico las mercancías europeas que llegaban por barco a la costa Atlántica de Panamá, para luego ser reembarcadas hacia Lima; y en camino inverso, arrastrando carretas con los metales que bajaron, también en mulas, desde los socavones del Potosí.

Y cuando la población y el consumo de las ciudades aumentaron, recuas de mulas bajaban minerales y alimentos desde la cordillera hacia Lima o Trujillo, construyéndose una “economía mular” en el virreinato. Mulas venidas, en un viaje de meses, del Tucumán o de las reducciones jesuíticas del Paraguay, necesitaban corrales, líquido y descanso. Así, se crearon a lo largo de los caminos grandes tambos que dieron ocupación a decenas de miles de agricultores, cuidadores, herradores y hasta contrabandistas. ‘Services’ de mulas de alquiler se establecieron alrededor de la capital, y existió un sitio especializado, la vieja calle de la Mulería, en la actual avenida Tacna. Las mulas no entraban en batalla, por el peligro de su obstinación, pero arrastraban cañones y vituallas, acompañando los ejércitos de uno y otro lado en la independencia y en las luchas posteriores.

Después, trenes, camiones y tractores las reemplazaron, desapareciendo los extendidos negocios de cría y comercio de mulas y su uso arriero. Hoy casi no se les ve, con excepción de los domingos taurinos en que arrastran al toro en su viaje final. Pero allí, se les llama despectivamente “mulillas”. Otra injusticia contra las supérstites de una especie que tanto nos ha servido. Aunque subsista con fuerza su uso político: “terco como una mula”.

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