La última y magnífica novela de nuestro laureado escritor Mario Vargas Llosa, “Tiempos recios”, pone de relieve un tema que ha marcado el destino de América Latina desde su origen. Incipientes democracias sucumbiendo una y otra vez producto de los arrestos autoritarios de caudillos nacionales, en muchos casos digitados y manipulados como títeres por poderosos intereses foráneos. En el centro de esta turbulencia recurrente, siempre ha estado presente la corrupción.
La historia que inspira al novelista está centrada en un personaje guatemalteco, el presidente Jacobo Árbenz Guzmán, hombre de buena fe, quien alentado por las reformas proclamadas por su predecesor, el presidente Arévalo, creía en la posibilidad de convertir a Guatemala –en ese entonces un país de tres millones de habitantes con un 70% de población indígena postergada, discriminada y analfabeta–, en una democracia moderna.
Árbenz ganó las elecciones en 1951 con un 65 % de los votos, y si bien su programa político se centraba en la implementación de indispensables reformas sociales, entre ellas la reforma agraria, su modelo se inspiraba en el sistema democrático norteamericano, al cual admiraba.
Contradictoriamente, fue precisamente en los Estados Unidos donde se cocinó su derrocamiento. Una poderosa compañía norteamericana que detentaba el monopolio de la comercialización del banano en la región, la United Fruit Company (hoy Chiquita Brands International), confabuló contra el proyecto reformista del flamante presidente. Acostumbrada a no pagar impuestos gracias a una exoneración tributaria con nombre propio, y a explotar su industria sin las restricciones que imponen los derechos laborales mínimos, la multinacional norteamericana, cercana a la CIA y al Departamento de Estado por la presencia de los hermanos Dulles, sus apoderados, inició una campaña para desestabilizar al gobierno de Árbenz y colocar un presidente fantoche afín a sus intereses.
A través de una demoledora campaña mediática en la que se acusó a Árbenz de comunista y agente soviético –a la que se sumaron medios de expresión norteamericanos tan importantes como “The New York Times” y “The Washington Post”– y contando con la complicidad de los sectores más retrógrados de la élite guatemalteca, la Embajada de Estados Unidos y algunos caudillos militares, se gestó un golpe de Estado que entronizó al coronel Carlos Castillo Armas como presidente. Que este fuera asesinado antes de los tres años de gobierno en una conspiración que incluyó al dictador dominicano Rafael Leonidas Trujillo, con el beneplácito de los norteamericanos, solo confirma la inestabilidad política generada por la ambición de poder y los intereses de la corrupción.
En estos tiempos, que no dejan de ser recios, sin embargo, los golpes militares puros y duros ya no son tan frecuentes. Más bien se habla del ‘lawfare’, como el método de “golpe blando” basado en el abuso de la ley para descalificar a un oponente y lograr el repudio popular en su contra. Resulta que en nuestra región, el argumento más recurrente de desprestigio de los gobernantes y el factor principal de su caída en desgracia, ha sido y sigue siendo la corrupción.
Como señala el periodista Rosendo Fraga en una columna publicada en “Los Andes”, la lista de los gobernantes investigados, presos, o defenestrados por corrupción es muy larga y no distingue entre políticos de izquierda o derecha. Allí están por Argentina la Kirchner y Menem; Collor de Melo, Dilma Rousseff, Temer y Lula en Brasil; Lugo en Paraguay; Zelaya en Honduras; Sánchez de Lozada y Evo Morales en Bolivia; Funes, Flores y Saca en El Salvador; Fujimori, Toledo, Humala, García y Kuczynski en el Perú; Bucaram, Gutiérrez, Mahuad y Correa en Ecuador; Pérez Molina, Colom y Jimmy Morales en Guatemala; Martinelli en Panamá; los dictadores Ortega y Maduro en Nicaragua y Venezuela respectivamente, entre muchos otros.
Se puede discrepar sobre el contenido de la lista y las particularidades de algunos casos, pero, en general, no cabe duda que la corrupción es una constante en la creación de inestabilidad y desgobierno. La pregunta es si en todos estos casos se trató de golpes blandos en los que se pretextó la corrupción para desatar una persecución política, o si, por el contrario, efectivamente estos mandatarios incurrieron en graves prácticas corruptas. Todo indica que históricamente ha sido lo segundo. En estos tiempos recios, solo el Caso Lava Jato involucra al menos a catorce expresidentes latinoamericanos.
No hay corrupto notorio que no mencione ser víctima de persecución política que alega corrupción, y tal vez alguno lo haya sido, pero lo cierto es que en la gran mayoría de los casos, se trata de sátrapas al mando de regímenes cleptocráticos.
Como enseña la historia de Guatemala, postrada pese a ser un país hermoso y con muchos recursos, la corrupción, entendida como la anteposición de los intereses de unos cuantos al bien común, es una fuente permanente de inestabilidad política, y, por ende, una amenaza constante a la democracia.