"Si la democracia sirve para que todos los individuos se sientan representados en las esferas del poder, pues esta que nos está tocando vivir está siendo más representativa que nunca: está desnudando con ferocidad nuestras desigualdades". (Ilustración: Víctor Aguilar)
"Si la democracia sirve para que todos los individuos se sientan representados en las esferas del poder, pues esta que nos está tocando vivir está siendo más representativa que nunca: está desnudando con ferocidad nuestras desigualdades". (Ilustración: Víctor Aguilar)
Patricia del Río

Los pelícanos son elegantes. No lo parecen porque guardan comida en esa bolsa fofa debajo de su pico. Y es que su elegancia no está en su papada, sino en su parsimonia. Se sientan uno al lado del de otro, en fila y miran fijamente el mar esperando un cardumen. Nunca parecen tener prisa. Cuando pasas cerca de ellos voltean sus cabezas para espiar, con curiosidad, sin asustarse. Convencidos de que ese peñasco en el que están encaramados les pertenece. Su porte no les permite delatar sus ganas de saber qué haces ahí. Sería demasiado vulgar. Son los amos del reojo.

Por más que hayamos inventado mil formas de surcarlo, el mar nos es ajeno. No es nuestro hogar. El mar es de las aves, los peces, los mamíferos que lo habitan. Las gaviotas o los delfines están diseñados para vivir en él, de él. Y si nos damos el tiempo de observarlos encontramos cierta perfección entre su biología y su lugar en el planeta. Como dice , en su “Ética de la urgencia”, nos creemos superiores a los animales, nos pensamos superdotados, pero no. Nada hay más perfecto que un delfín. Sus aletas, sus lomos lustrosos del color del agua se confunden con las olas, como si se tratara de tumbos. No están en el océano, son parte de él. No podrían estar en ningún otro lugar. Biología pura.

Los seres humanos, en cambio, no estamos biológicamente determinados para casi nada. No tenemos la garra perfecta para asirnos de una rama o las amplias alas para atravesar los cielos. La biología no nos ha encargado una misión específica. Tenemos, a diferencia de los animales, libertad para elegir. Ese tal vez sea nuestro rasgo más determinante. Elegir no es una opción (valga la contradicción) es una imposición, un ejercicio diario y constante, es lo que moldea nuestra existencia. Y si bien un pobre tiene muchísimas menos opciones que un rico, nada le quita esa esencia, que puede aplicarla en algo tan simple como levantarse a trabajar o algo bastante más complejo como abandonar a su familia. Elegir es decidir sobre nuestros actos, cualesquiera estos sean. Y una de las formas más eficientes para medir la desigualdad en una sociedad es comparar el abanico de opciones que se les presenta a determinados individuos, versus la insignificancia que les toca a los otros.

Pocas veces la vida nos ofrece condiciones parejas para elegir, en las que todos ostentan el mismo poder. Todos tienen la misma chance de influir sobre su futuro: las en democracia son uno de esos momentos. El voto del campesino más pobre vale lo mismo que el del dueño de la minera más grande. Por eso genera tanto conflicto, tanto odio, porque a diferencia de una manada que sabe qué hacer para la supervivencia de la especie, nuestra sociedad ha hecho de la capacidad de elegir un campo de batalla, donde lo que el otro quiere no solo me daña, sino que me ofende, me irrita.

Si la sirve para que todos los individuos se sientan representados en las esferas del poder, pues esta que nos está tocando vivir está siendo más representativa que nunca: está desnudando con ferocidad nuestras desigualdades. Está haciendo insoportable la evidencia de que nos hemos convertido en una masa con realidades, necesidades e intereses tan distintos, que la libertad que nos define como seres humanos, se transforma en el arma que empuñamos para despedazar al otro.

Dicen que las gaviotas son las palomas del mar. Se cagan en todo, comen cualquier porquería que encuentran y pueden estar horas picoteando un pollo a la brasa, que flota en su indestructible recipiente de tecnopor. Quién sabe si en este océano de ataques y discusiones estériles se terminen imponiendo las gaviotas. Aquellos individuos que asqueados de tanta inutilidad se queden parados en la orilla, mirando el horizonte, sin que les importe mucho lo que se les viene.

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